LOS ZARKOV - Cuento

LOS ZARKOV  


   Los Zarkov eran ucranianos, por lo menos lo eran el abuelo y el padre de Vito.   Habían llegado al barrio entre los primeros, cuando estábamos en la primaria. Venían de un pueblo del interior, bien al norte; creo que de Misiones y se habían comprado un galpón grande, donde instalaron una herrería.  Yo conocí la casa cuando nos hicimos amigos con Vito.  Detrás del galpón, tenían dos habitaciones con baño y cocina. Allí dormían: en uno de los cuartos el matrimonio Nikola e Irina, los padres de Vito y en el otro, él, mi amigo.  El abuelo Sergei, habitaba el fondo del galpón, al lado de una parrilla y de un bañito; el viejo dormía en un catre, que tenía instalado detrás de unas estanterías, con herramientas y materiales varios.  Con el tiempo se convirtieron en los herreros preferidos del pueblo.
   Don Sergei, tenía una enorme y fea cicatriz en el cuello y cargaba con una historia muy dura, que me contó con el tiempo Vito.  En la época de la primera guerra mundial, todavía estaba en Ucrania, en la familia, todos eran herreros y él se convirtió por obligación en armero, principalmente de armas blancas, fabricando bayonetas y cuchillos para el ejército.  La vida era muy difícil, se pasaba hambre y frío, pero lo peor, era el miedo, sabían que en algún momento, la guerra pasaría por su pueblo y ése podía ser el fin.  Una mañana, desde su trabajo sintió las explosiones y vio el fuego y el humo, allí por donde estaba su casa. Corrió desesperado igual que sus compañeros y cuando llegó al lugar su hogar ya no estaba. Solo restos desparramados de ladrillos, maderas, ollas, sillas rotas, vidrios y cadáveres.  Luego de unos instantes Sergei escuchó un llanto, buscó con desesperación entre las ruinas y encontró a su hijo Nikola;  ensangrentado y gritando por ayuda. Sergei allí perdió a sus padres, un hermano menor y a su esposa, los únicos sobrevivientes eran su hermana mayor y su hijo, que tenía solo siete años.
   Luego de la tragedia, se fueron a vivir con unos tíos mayores, él no podía encontrar una solución a su vida. No sabía qué hacer, entonces una mañana muy temprano, antes de que saliera el Sol, escribió una nota muy escueta para su hermana: “no puedo más, cuidá de Nikola” y la dejó sobre la cama de ella.    Caminó lentamente hacia el tinglado del fondo del terreno, sacó de los viejos cajones una gruesa cuerda de cáñamo, que ya tenía preparada, arrojó el extremo sobre una de las vigas de madera y armó la horca, que le daría fin a su sufrimiento.  Se subió a un barril semi destruido, se aseguró la cuerda en el cuello y sin pensarlo más, pateó el barril y quedó colgando de la soga.    En ese mismo instante se dio cuenta de que todo estaba mal, se había equivocado, no tenía que morir así. El cáñamo le arrancaba la piel, le dolía el cuello y a cada instante lo sofocaba más. “¡No quiero morir así!” Se dijo y pensó en su hijo y en sus muertos y se sacudió fuertemente, con las dos manos sujetó la soga, era un hombre enorme y pesado. No podía gritar, la soga lo estrangulaba cada vez más y en cada movimiento se abría la carne del cuello. Entonces sintió el crujir de la madera y cayó al piso junto con parte de la viga que lo debía sostener, al instante gran parte del techo desvencijado, cayó a su lado, sin lastimarlo.  Quedó tendido en la tierra seca y barrida del lugar por largo rato. Cuando se recuperó, se sacó la cuerda y caminó hacia la casa. Le sangraba y le dolía,  todo el contorno del grueso cuello, pero no se animaba a tocarse, con su pañuelo fue secando la sangre. Todavía no había salido el Sol, entró en la casa, se dirigió al dormitorio y silenciosamente recogió y destruyó la nota que había dejado sobre la cama de su hermana, que todavía no se había despertado. Fue pasando el tiempo y este se ocupó de ir calmando las aguas.
   Con la ayuda de su hermana crío a Nikola y cuando los tiempo mejoraron, él y su hijo emprendieron el viaje hacia América. Se radicaron en un pueblo al norte de la Argentina y comenzó a trabajar en lo que sabía,  era un buen herrero y pronto comenzó a prosperar. Nikola crecía, hizo la escuela primaria y aprendió el oficio de herrero y tornero en una escuela cercana y en el taller de Sergei. Mas adelante, conoció a Irina, una bella joven del lugar, de origen ruso, con el tiempo se casaron y tuvieron a Federico.  Nikola era un buen trabajador y exitoso como tornero y herrero, siguieron mejorando económicamente, compraron la casa y el taller.  Federico comenzó la escuela, pasó a la secundaria como un brillante alumno, habían depositado en él toda la confianza y la esperanza. Tanto ellos como el abuelo Sergei, que por fin veía desarrollar su familia como había soñado.  
    Cuando Federico cumplió los 16 años, nació Víctor, su hermano, sorpresivamente apareció en sus vidas y fue igualmente bienvenido.  Por esos días el hijo mayor, conoció a una chica del pueblo muy linda, de buena familia, pero con muchos problemas;  le hablaron, le pidieron que se fijara bien en lo que hacía, pero el destino, lo llevaba hacia ella, que lo adoraba.  En el poco tiempo que estuvieron juntos, vivieron toda una vida, de amor, de dolor, de insatisfacción. Ella no podía salir de la droga  y Federico estaba convencido de poder ayudarla. Esa fue su lucha diaria.  Se pasaban casi todos los días juntos, sin que él, perdiera la oportunidad de estudiar y de brillar en los estudios. Era un joven diferente.
   Una mañana Irina vio, que su hijo no estaba en la casa y notaron, que no había vuelto a la noche, salieron a buscarlo por todos lados, también los padres de la chica, la desesperación cayó nuevamente sobre los Zarkov.  El miedo volvió a habitar en Sergei, se acordó de lo vivido en Ucrania, e inmediatamente y sintió que algo malo estaba pasando.  Y sabía que cuando sentía de esa forma, no se equivocaba.  Luego de larga búsqueda, los encontraron Nikola e Irina, esa misma noche. Tendidos en el piso, abrazados, en un galpón abandonado del ferrocarril, habían muerto juntos; suicidio, sobredosis, locura juvenil, misterio.
   Casi inmediatamente y como una reacción violenta a sus historias, los Zarkov, azuzados por Sergei, decidieron irse,  como lo había hecho antes, ir a otro lugar, donde una vida nueva los ayude a seguir adelante y así lo hicieron, al año siguiente, allá por el 1960, cayeron al barrio. 
   Vito era un chico amable, callado, triste,  sufriendo por la historia de su hermano, pero trató de adaptarse rápidamente al grupo. Siempre, cuando venía a jugar estaba con la misma remera, desgastada, descolorida; que tenía una F del lado izquierdo y llegaba en patines. Esos de 4 rueditas, pero de los buenos, casi nunca se bajaba de ellos, era un campeón del patín, lástima que era el único entre nosotros y por consiguiente no podía lucirse. 
     Esa remera y los patines eran su tesoro. Era lo único que le había quedado de su hermano, del cual no hablaba nunca. En realidad, no hablaba casi nunca de nada, Vito era muy callado.  Su padre, había pasado a ser entre nosotros “El Cosaco” porque tenía ese aspecto, según lo que veíamos en las películas.    Era grande y ancho, calvo y con un enorme bigote que bajaba a los lados de su boca,  que le daban un aspecto de temer, pero era solo la pinta, era un tipo buenísimo, así nos decía Vito, igual que su abuelo.
   Luego de la desgracia con el hijo mayor, Irina y Nikola casi sin proponérselo, le fueron soltaron la soga a Vito. Por eso se había convertido en un chico libre, el más libre de todos nosotros.   No tenía horarios, su única obligación era el colegio, como lo había sido para su hermano. Y también era brillante, el preferido de la maestra, en todas la materias. Según él nos decía, casi no estudiaba y de eso dábamos fe, porque estaba todo el día sobre sus patines y cuando se bajaba de ellos, era para jugar a la pelota.
   Vito creció a nuestro lado, fue un gran compañero, siempre callado y atesorando aquella vieja remera, que ya no usaba, porque estaba deshecha, pero que tenía guardada en una cajita debajo de su cama y los patines de su hermano.    Para ese entonces, la vida se cansó de pegarle a los Zarkov y todo comenzó a salir mejor. Vito siguió con sus estudios y fue creciendo igual a su madre, doña Irina, alto, flaco, con la cabeza llena de rulos rubios y los ojos muy azules.

   Luego de muchos años, en un encuentro con un amigo, me enteré que su vida era un éxito, se había convertido en un médico importante, ejecutivo de un gran laboratorio internacional y que con su esposa y dos hijos, soñaba con la visita a nuestra ciudad y sobre todo al barrio y los amigos. Nos hizo mucho bien a todos saber eso. Y muchos días,  lo recuerdo con nosotros,  cuando al atardecer bajábamos todos a la playa con las bicicletas y la pelota, primero girábamos a toda velocidad en la arena mojada, que a esa hora estaba ya vacía y luego los picados, jugábamos hasta tarde, luego cansados, nos sentábamos en la arena y nos gustaba mirar el atardecer sobre el agua y los pinceladas rojas que dejaba el Sol al despedirse.


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