EN LA PLAYA - Relato - Rolando José Di Lorenzo
EN LA PLAYA
José y el Negro, habían quedado en encontrarse a la tarde, en
el lugar de siempre: Marechiare, el bar, que era más que un bar, era para ellos
una especie de segunda casa. Habían
recorrido muchos boliches y ninguno estaba como antes, habían cambiado los
dueños, los nombres, las decoraciones, pero debajo de todas las pinturas,
seguía siendo el mismo de siempre. Porque el alma de ese bar no se fue nunca,
soportó decorados, cortinados, luces, maderas, pero siguió dando vueltas y
vueltas, quizá como el alma de todas las cosas, siempre esta. Y un pedazo del alma de cada uno de ellos, se
había mezclado hace mucho y para siempre
con la del viejo bar.
José salió bien
temprano caminando de su casa, acostumbrado a caminar todo el día, un poco porque
le hacia bien y otro poco para sacarse el aburrimiento de encima. No hacía frío ni calor, estaban en
primavera, era una linda tarde, con poco viento y algo soleada, las veredas que
recorría, bordeadas de viejos árboles que renacían en esos días, estaban rotas, por las raíces añosas y
descuidadas. El pueblo siempre había
sido así, todo lo que se rompía quedaba roto por años, o para siempre. Las casas estaban grises, por el tiempo, por la falta de pintura y por la falta de
ganas de la gente. No había que confundirlas con antiguas, solamente eran viejas.
Revoques lisos, con ventanas chicas y puertas delgadas y altas. Y casi todas
las casas con algún relieve o zócalo, que caía a pico sobre las veredas
gastadas. La historia del pueblo, era
una de esas que no dan ganas de contar y
a veces ni recodar, no por desagradable, sino por desabrida. Chata
historia de pueblo costero fundado por inmigrantes, agricultores y pescadores,
la imprescindible plaza con la iglesia y los edificios administrativos alrededor
y luego el perfecto damero, que extendía sus calles cada año mas lejos. Él
siempre estaba pensando sobre estas y otras cosas cuando caminaba, siempre
estaba con él mismo, tanto era así que a veces, ni se daba cuenta por que
calles había caminado, o a cuantos vecinos y conocidos había pasado sin ver.
Cuando llegó al
bar, Alberto, el patrón, había apagado la radio y había puesto música, una
mezcla de tiempos y ritmos que él solo podía entender, pero Alberto era así, no
se le podían atribuir muchas malas cosas, pero el gusto por la música era la
peor. Comenzaron a caer algunos
parroquianos al bar, algunos conocidos y otros nunca vistos. Entonces se dio
cuenta que había pasado mucho tiempo allí, en esa mesa y con el café, que mas
de la mitad quedaba aún frío en el pocillo. Miró el reloj colgado sobre la
barra y por el vidrio sucio se dejaba entrever que eran ya las siete de la
tarde. Seguramente el negro no había
podido venir por cuestiones de trabajo. Dejarían seguramente el encuentro para
otro día, quizá el siguiente. Pagó y salió.
La calle estaba más
oscura, algunos faroles estaban prendidos, aunque con escasa luz, posiblemente
por la vejez, las luces estaban como él y la ciudad, pero así, no se mostraban
tantos detalles feos y todo parecía más agradable. Era una ciudad que lucía más
en la oscuridad, porque a plena luz dejaba mucho que desear. Pero era su pueblo, eran sus calles, su lugar
en el mundo.
Seguía estando lindo para caminar, así que siguió tranquilo,
las manos en los bolsillos y su tranco habitual. De pronto se vio caminando por
la costanera, no estaba totalmente oscuro todavía, aunque las luces de la calle
comenzaban a encenderse. Había refrescado un poco, el mar estaba calmo y de
color azul profundo, azul frío, azul lejano.
Caminó hacia él, luego se detuvo, se sentó en la arena y se quedó
mirándolo largamente, como tantas otras veces. Siempre ese horizonte lejano,
había sido el lugar donde terminaban sus sueños, el lugar donde muchas veces
había querido estar y todavía se
imaginaba allí. Donde el cielo y el mar se juntan, en ese azul, en el sur. Inesperadamente se levantó una leve bruma,
que lo envolvió lentamente. Fue entonces
cuando lo vio, el viejo estaba lejos, sentado en la arena mirando al mar,
estaba bien abrigado, se lo veía tranquilo y todo parecía estar bien. Pero algo
hizo que él fuera hasta allí. Era como
que lo conocía, no estaba seguro porque ya estaba más oscuro, no pudo
contenerse y comenzó a andar hacia él, cuando se fue acercando se dio cuenta<<
Es el viejo>>pensó se detuvo de golpe, no podía ser, era imposible, su
viejo hacía mucho tiempo que había muerto, no sabía si seguir caminando o
volver. Pero fue en ese momento que el hombre giró su cabeza, lo miró
dulcemente y José anduvo el corto trecho que lo separaba y se dejó caer de
rodillas a su lado, mirándolo maravillado.
— ¿Viejo, sos vos? —era una locura verlo allí y tan bien— ¿que haces aquí?
—Que te asombra que este aquí, siempre estuve aquí. Vos
sabés que este es mi lugar, frente al mar— el hombre lo miraba y le hablaba
suavemente.
— ¡No sé qué decir viejo, no sé que hacer! — los ojos de José estaban ya llenos de
lagrimas, comenzó a extender su mano para tocarlo, pero algo le dijo que no
sería posible.
—No digas nada entonces, quedate un rato a mi lado, miremos
el mar, como lo hicimos siempre y recordemos—
el viejo miraba el mar como extasiado, como la primera vez. <> recordó palabras oídas
José se iba recuperando de a poco de la sorpresa, tanta era
su felicidad que no se le dio por pensar en el misterio; aunque pronto comenzó
a hacerse preguntas: <<¿Cómo era que el viejo estaba allí?, ¿cómo había
venido?, ¿estaría por algo puntual?>> ya no se contenía y le dijo:
— ¿Vos viniste para decirme algo? Algo que no me salió bien, o… que se yo…
—No, no, quedate tranquilo, todo esta bien, pude hacerlo, yo
tampoco se muy bien porque, pero estoy aquí a tu lado y eso es bueno— el hombre sonreía.
—Sí que está bueno, ¿queres
contarme algo? Algo de tu vida…perdón, no
se como llamarlo
—Sí, si también es vida, es otra, distinta…es…distinta— El viejo lo miraba ahora profundamente, el
brillo de sus ojos no eran lagrimas, era un brillo que lo penetraba
agradablemente.
—Papá, ¿Papá pocas
veces te llamé así, no? Y eso que hablábamos
siempre, no sabes cuantas veces me lo pregunté en estos años, porque no te
llamaba así, fue raro.
—Fue lo que fue, nada mas, no le des tantas vueltas, las
cosas son mucho más simples. El hombre parecía
que se acercaba, pero algo impedía el contacto.
José se daba
cuenta de que la charla estaba terminando, percibía cosas que no veía, comenzó
a desesperarse, no podía perder el contacto ahora así de golpe.
—Me tengo que despedir — dijo el viejo con
tranquilidad— yo sabía que te iba a encontrar,
solo quería verte y que me vieras y decirte que todo está bien— se puso de pie
—No, esperá, no quiero que te vayas todavía, ¿no podes un
rato más? ¿Podemos vernos mañana? —Al
hablar trataba de alcanzarlo y abrazarlo, como no lo había hecho nunca.
—Ya está, me voy,
quizá algún día pueda dar otra vuelta por mi playa y nos podamos ver.
El viejo comenzó a
caminar hacia la orilla, lentamente iba camino hacia donde José hacia tiempo había
dejados sus cenizas. Allí en la lengua de agua, donde él había querido. Sintió que no podía hacer nada más, ni
siquiera seguirlo. Se quedó clavado en la arena mirándolo desaparecer, porque
antes de tocar el agua eso fue lo que hizo el hombre, desapareció, se disolvió
ante sus ojos.
Entonces se dio
cuenta que estaba sentado en la arena húmeda, tenía los pantalones mojados y
sentía frío, sentía como si se hubiera dormido.
Se levantó, se sacudió la arena que se aferraba a su ropa y fue
volviendo de a poco a su realidad. Siempre mirando hacia el mar, como lo había
hecho desde que llegó, de golpe se sintió solo, muy solo. Y era tarde, tendría que volver, rumiando ese
encuentro fantástico por el camino, pero tenía que volver a la vida real.
Siguió caminando
lentamente siempre mirando el mar, no podía sacarse de la cabeza ese encuentro.
Tantos recuerdos le traía todo eso, recuerdos de la infancia; cuando la playa
era Él lugar, como había dicho el viejo, junto a su familia primera y a sus
amigos. Aquellos largos días de charlas y juegos, cuando el mar era más amigo, más
cálido, más amable. Sintió necesidad de seguir caminando por la arena, pero ya era muy tarde.
Al día siguiente,
cuando se encontró con el Negro en el bar, se contaron las cosas que habían
vivido esos días, se rieron de algunas y
discutieron sobre otras. José, sentía la
necesidad de contarle todo lo vivido en la playa, pero no lo hizo. Conocía muy
bien a su amigo y sabía que esos temas no le gustaba tratarlos. No creía en el
después y menos en esos encuentros fantásticos. Muchas veces habían discutido
sobre la vida después de la muerte y se había encargado de dejar demostrado que
no creía en nada más allá del último minuto.
El negro era un gran tipo, su mejor amigo, pero era duro y áspero
Luego de un rato y
alguna cerveza más, el Negro, con la vista perdida en el fondo del local, donde
descansaba una vieja y destartalada mesa
de billar, le dijo
— ¿Podés creer que nunca jugué al billar? — y su voz sonó triste
— ¿Y yo, que nunca anduve a caballo? — contestó José casi
con resignación
—Igual el mundo siguió andando— reflexionó el Negro por lo
bajo.
Y quedaron ambos sumergidos cada uno en sus cosas, pero
cerca, juntos. Como siempre.
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