LA SEÑORITA GARCIA . DEL LIBRO EL MARTILLO DE JOSÉ


LA SEÑORITA GARCIA  

- ¡Mirá mamá! ¿No es hermoso ese chico? – embelezada le dijo María a su madre
- Si, si, mi chiquita, es hermoso, pero será igual a todos los otros, cuando crezca –respondió con firmeza doña Berta y continúo:
- Además, no tenés edad vos, para andar mirando chicos, anda a terminar tus tareas
   La actitud de su madre no sorprendió a la niña María, ya sabía como era ella, tareas, orden, disciplina, tareas y más tareas.          Doña Berta hacia muchos años que estaba sola y había criado a su hija lo mejor que pudo. Su marido, se había ido de la casa, para buscar trabajo, en momentos difíciles y posiblemente lo encontró, pero nunca volvió para decírselo.           Desde entonces se había propuesto como única meta, la crianza de María, hacer de ella una niña decente, honesta, recta, como la línea recta de los renglones del cuaderno del Señor.
   A medida que fue pasando el tiempo, María fue creciendo y se convirtió en la señorita García.   Una mujer encantadora, bella, callada, que se mostraba poco y que había aprendido todo lo que le transmitió su madre.         Pero su espíritu rebelde, quizá heredado de su desconocido padre, la hacía diferente, diferente a Doña Berta, que seguía enojada con la vida y protegiéndola de los hombres.
- Este si madre, miralo, está bárbaro – le dijo, mostrándole la foto de un artista famoso, a lo que ella le respondió:
- Solo allí, en la foto, o dentro de una serie de televisión, es confiable, pero en la vida real debe ser igual todos los demás hombres.
   Una mañana distinta, distinta a otras mañanas del pueblo, o quizá distinta a todas las de su vida, la señorita García, volviendo de la panadería, lo vio, allí en la plaza, a la sombra del Ombú que dominaba todo el lugar.   Estaba acalorado, porque con un pañuelo blanco se secaba el sudor de la frente. Alto, flaco, con canas en las sienes, vistiendo un traje oscuro, raro para la época de calor, de tanto calor como hacía ese verano.    Llevaba en la mano izquierda un portafolio negro, que hacía juego con toda su figura. ¿Seria él? Se dijo ella ¿Estaría allí por ella, aún sin saberlo?      María se quedó mirándolo con tranquilidad, creyendo que desde el lugar en que lo hacia, él no la vería, pero no fue así: El volvió la cabeza hacía ella y se cruzaron las miradas.    Sus ojos negros, profundos, se ahondaron en los de ella y todo lo que conocía y sabía, cayó definitivamente, en ese momento María se dio cuenta de que su vida había cambiado.
   El hombre, que no era ningún jovencito del pueblo, la miró serenamente, luego lentamente se encaminó hacía ella, cuando estuvo a su lado, le preguntó con una voz profunda y cascada:
- Hola linda, ¿Me podrías decir donde está la oficina del Dr.Ferreyra Mora?
- Siguiendo la avenida, dos cuadras, sobre esta misma vereda – Con firmeza le respondió María, sin inmutarse, sin titubear, aunque por dentro sentía todos los cosquilleos y temblores, que se tienen sentir cuando se esta frente al hombre destinado, así pensaba ella.    Ya todo estaba hecho, el destino lo había hecho.
   Al día siguiente, la señorita García se preguntaba, que habría pasado con ese hombre de la plaza, cuya imagen y voz, no podía apartar de su mente, ¿Habría tenido una entrevista con ese abogado? ¿Se habría ido del pueblo luego de eso? ¿Habría venido a quedarse, aunque sea por unos días?
   Cuando no pudo aguantar mas, salio decidida, diciéndole a su madre, que intrigada por la hora en que iba a salir, le preguntaba y repreguntaba adonde iría, que saldría con Clara, su amiga de siempre, que estaba cansada de estar encerrada y sin mas, cerró la puerta a su espalda.
    Doña Berta,  se dio cuenta de que algo distinto le estaba pasando a su hija.    Se sentó lentamente en el sillón del recibidor, mirando por la ventana como se alejaba María, con paso firme y sintió un profundo dolor en su pecho.     Algo malo se les venia encima y  aunque siempre supo que eso pasaría algún día, no lo podía aceptar, fuera lo que fuere, no lo iba a aceptar fácilmente.    Entonces levantó lentamente la vista hasta dejarla fija en la imagen de su virgencita, que siempre la ayudaba.
   Luego que María le contara todo a Clara, ambas salieron a caminar y de paso a hablar con la secretaria del abogado, que era conocida de Clara. En el estudio se enteraron, que ese hombre, había ido por recomendaciones y que su intención era intermediar en un negocio inmobiliario, que le llevaría unos días, mientras, se alojaría en el Hotel San Carlos, que estaba cerca del estudio.
   Ahora ella sabía que estaba allí y que tendría pocos días para encontrarlo, se sintió tan decidida a conocerlo, que se asustó de sus propias ideas.   Era como descubrir una María desconocida que habitaba en ella, una María que había estado escondida, quizá escondida de su madre, su pobre madre, siempre triste, siempre sufriendo.
   No le fue difícil encontrarlo (casualmente), vigiló la puerta del hotel, hasta que lo vio salir, entonces caminó disimuladamente hacia él.   Lo cruzó con una cara de sorpresa, a lo que él respondió de la misma manera. La detuvo y comenzaron una charla, de livianas palabras, de esas que, luego solo se recuerdan el tono de voz o alguna expresión del rostro.   Pero siguieron y terminaron sentados en el bar del hotel, café de por medio, alegres de haberse encontrado y arreglando otro encuentro.     
   Cuando María llegó a su casa, luego de dar explicaciones de su salida a su madre, pasó a la cocina a preparar la cena.       Doña Berta, más temerosa que antes, la miró en silencio y comenzó a rezar para sus adentros, pidiéndole a la Santa virgencita que intercediera y que salvara a su hija de todos los males.
   Alejandro, cuando se encontraron de nuevo en el bar del hotel, le contó que debería irse, para terminar el negocio con su cliente, pero que volvería después,     María preocupada le preguntó entonces:
- ¿Cuando te vas, pronto?
- Si, el domingo, tenemos tres días para seguir viéndonos – contestó animado - ¿Podrás?
   Deberían vivir esos tres días, como si fueran los últimos, porque quizá lo fueran, pensó María, sin tener claro como hacerlo, le respondió:
- Si, creo que si – Con la duda en su rostro, seguía mirando a Alejandro, como preguntándole si valdría la pena lo que ella iba a hacer. 
   Con las manos tomadas sobre la mesa, el le respondió con su mirada mas dulce y casi estuvo a punto de decirle que se estaba enamorando.    Si, con solo un rato, ella había conseguido hacerlo revivir, hacerle sentir, lo que hacia mucho no sentía, pero le pareció que aún no era el tiempo de decirlo.
   Esa noche, cuando María regresó a su casa, encontró a su madre arrodillada rezando, en cuanto la vio entrar, se pudo de pie y le dijo con fiereza:
- No te vas a ir de casa, no te apresures, no te iras de aquí
- Madre, no te pongas así, no quiero enojarte, te quiero mama – lo dijo tratando de abrazarla, pero Berta, saltó hacía atrás con una agilidad sorprendente, al tiempo que le decía casi a los gritos:
-No me vas a convencer, lo que estas haciendo está mal y lo sabés, lo sabés desde chica.  Me hiciste creer que habías entendido todo lo que te decía, todo lo que te enseñaba sobre la vida, pero ahora veo que solo era para mantenerme contenta -  Esto Doña Berta lo decía con furia, se sentía traicionada, ignorada y al final de su vida, se veía sola, abandonada a su trágico destino.
 - Mamá, no es así, no es así, pero mi vida debo vivirla, debo sentir por mi misma el amor que vos sentiste alguna vez, aunque solo haya sido por un minuto.   Debo sentir la dicha de tener un hijo, como vos la tuviste y hasta tengo el derecho de sufrir por mi misma, como vos sufriste – María decía todo esto, casi sorprendida de su actitud y al tiempo que lloraba compadecida del dolor de su madre.     Sentía la satisfacción de la liberación, la alegría de saber que podría vivir su vida y que la viviría a su manera.
   Doña Berta corrió a su cuarto y cerró fuertemente la puerta detrás de ella, María se sentó en el sillón de su madre y mirando la puerta cerrada, siguió llorando.    Cada segundo que pasaba aumentaba la duda, sobre lo que debía hacer, la seguridad de la casa de su madre, su trabajo, sus amigas, pero también se daba cuenta, de que todo eso era como prestado, solo seria dueña de su vida si se iba de allí.      Pero: ¿Sería dueña de la tristeza y del dolor?  El calor de su casa ya no la protegía en los inviernos  ¿Acaso el regazo de su madre no había sido el lugar donde se había sentido feliz?     
    Pasaron los minutos su madre no abría la puerta y ella no dejaba de pensar y llorar.
    Alejandro a la mañana siguiente, estaba preparando el bolso para salir  hacia la Capital, mientras miraba el reloj inquieto, faltaba aún para las 10, que era la hora que ella le había dicho que iría.      Le causó gracia sentirse como un muchacho otra vez, pendiente del reloj, pendiente de la llamada de una chica, pero estaba feliz.     Se sentía enamorado, hacía mucho que esto, había pasado una vez en su vida. Los engaños lo habían hecho prácticamente retirarse definitivamente del ruedo.     Pero ahora su vida renacía, esa chica lo volvía loco, con su sinceridad, su firmeza, tanto, que esto casi lo hacia olvidar lo bella que era.        
    Eran casi las 10 y ella se lo había dicho claramente, si no llegaba para esa hora, que no la esperara, porque estaba en una situación difícil. Seguramente se encontrarían cuando el regresara, pero algo le decía, que si ella no venía ese día, no habría otro después.    Estaba seguro que era ahora o nunca y esto le hacia sentir una profunda angustia, esa que aprieta el estomago y que corta la respiración.
   El reloj, que había mirado casi minuto a minuto, ya marcaba las 10, el tren que lo llevaría de allí ya estaba listo y pronto a abrir la puerta para ser abordado, aunque para la partida faltaba poco más de media hora.   Desde la casa de María hasta la estación había muchas cuadras, pensaba él, si hubiera salido con el  tiempo suficiente podría aún llegar.
“Mamá, es mi vida la que debo vivir, igualmente te pido perdón
Te quiero mucho”
   Eso decía la notita que María le había dejado pegada en la puerta de su cuarto y que Doña Berta, leía y releía, como si no entendiera el idioma. Y entonces se dio cuenta, de que con las lágrimas estaba mojando el papelito, casi hasta destruirlo.   Lo alisó suavemente y lo puso sobre la mesa, apoyó tiernamente su mano sobre él, levantó la vista y en silencio, se quedó mirando la imagen de su virgencita.    Al cabo de unos segundos, se acercó a ella y le pidió con dulzura: “Cuidala, Madre…Cuidamela”
   La señorita García, corría con la pesada valija por la avenida. Cuando ya estaba por salir el tren: Alejandro con la sorpresa en su rostro, vio como se acercaba corriendo María con la valija casi a la rastra. ¡Eso sí que no lo esperaba! pensó ¿Se iría con él ahora mismo? Corrió hacia la chica para ayudarla con su equipaje y cuando ella llegó a su lado, respirando fuertemente por el cansancio, le dijo, alcanzándole la valija:
- ¡Casi llego tarde, que corrida!  -
Se abrazaron con fuerza, se rieron juntos y siguieron riendo.


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