LA LLAVE DEL ABUELO - Cuento del libro LA VEREDA DE LOS CUENTOS
LA LLAVE DEL ABUELO
La casa de mis abuelos, era una construcción
antigua alejada del centro, al frente de en un gran terreno. Por lo menos eso
era lo que a mí me parecía en ese tiempo, porque si en ese patio, cabían dos
higueras, dos ciruelos, un mandarino, además de la quinta y un gallinero sin
gallinas, seguro que era enorme. Estaba
dividido por un alambrado de rombos, que separaba la quinta y el gallinero, del
jardín con frutales que estaba a continuación de la casa. Nosotros, mi madre y yo, íbamos varias veces
por semana. Allí, muy seguido me encontraba con mis primos, nos pasábamos la
tarde jugando y volvía a casa agotado.
Yo siempre fui curioso e
investigador, me gustaba observar a los mayores y tratar de imaginar lo que hablaban y lo que les pasaba,
aunque eso no impedía que siguiera jugando como correspondía.
A un costado del jardín, había un pequeño
galpón, hecho por el Abuelo, donde guardaba las viejas herramientas, que le
habían servido para trabajar, antes de su jubilación y las actuales, que utilizaba
para hacer la quinta y el mantenimiento de todo lo que hiciera falta.
Una de esas tardes, mirando detenidamente
todo lo que había en el galpón, que era un lugar que me encantaba y no solo por
las cosas que había allí, sino por una especie de magia que sentía ni bien
entraba: vi, que sobre un destartalado aparador, entre otras cosas, había una
caja de madera que me llamó la atención. Parecía muy antigua, o por lo menos, hecha
con maderas muy viejas. Seguí luego con mis juegos, pero no me olvidé del
hallazgo.
Durante la siguiente visita,
ni bien pude, me escabullí al galpón y confirmé, que allí estaba la caja. Comencé a buscar
algún elemento de los tanto que allí aparecían, como para poder llegar a ella.
Entonces con mucho cuidado y sin hacer ningún ruido, acerqué una carretilla,
puse sobre ella una lata grande de pintura y me subí y quedó a la altura de mis ojos. Lo que me intrigó, era que de todas las cosas
acomodadas allí arriba, era lo único que no estaba cubierto de tierra. Me
imaginé que el Abuelo la utilizaba seguido, por eso estaba limpia. Suavemente
la toqué con el dedo índice de la mano izquierda y se movió fácilmente, lo que
me hizo pensar, que estaba vacía, o que tenía cosas muy livianas. Miré
detenidamente la marca que esta dejaba en el polvo del mueble y la volví a
acomodar, de manera que nadie se diera cuenta que la había tocado. Pasaron los
días y me encontré varias veces con mis primos, pero nada dije de la caja. Mi
caja misteriosa. Era mi secreto y sentí entonces, que era lindo tener un
secreto, me daba importancia con respecto a ellos, aunque no estuvieran al
tanto de esa situación.
Una tarde lluviosa, fuimos a la casa más
temprano, el Abuelo dormía aun la siesta, entonces sigilosamente, para que ni
mi madre, ni mi abuela notaran mi ausencia, fui al galpón, decidido a terminar
con el misterio. Volví a poner la
carretilla, la lata encima y subí. Sin pensar más, tomé la caja en mis manos,
bajé con ella de la improvisada escalera, intenté abrir la tapa, pero no se
podía, entonces note que tenía una cerradura. Frustrado y molesto, miré
detenidamente el agujero de la llave, como para imaginar que tipo y que tamaño
de llave la abriría, luego subí y la dejé con mucha bronca en su lugar. Tendría que dar un segundo paso para lograr
mi objetivo; encontrar la llave. No era
difícil imaginar donde podía estar, las llaves siempre están en los llaveros.
Seguramente en el del Abuelo la encontraría.
En ese momento, se largó con fuerza la lluvia y ante las llamadas de mi
madre, entré a la casa corriendo, entonces tuve el tiempo necesario,
disimuladamente busqué por los lugares comunes donde uno pude poner un llavero,
pero no tuve suerte, a la vista no estaba.
Ya el abuelo se había levantado y luego de darme un abrazo y un beso, me
preguntó como estaba, que andaba haciendo y otras cosas más, acordes con la
conversación que un hombre mayor puede tener con su nieto. Esa fue la primera
vez que lo vi desmejorado, lo noté más delgado y más encorvado y sus manos,
cuando me abrazó, noté que le temblaban un poco. Pero sentado en su sillón,
como lo vi antes de irnos, daba la impresión de que todo estaba bien, como
antes.
El
misterio se mantuvo una semana más. Cuando
llegué nuevamente a la casa, estuve un rato dentro de la cocina y no salí al
patio. Creo que ni se dieron cuenta, interesados en las charlas habituales,
incluyendo a mi Abuelo, que casi no hablaba, pero prestaba atención a lo que
decían. Volví a mirarlo con detenimiento
y confirmé lo que había notado la semana anterior, estaba más flaco y parecía
débil. Estuve a su lado un rato, me gustaba que me hiciera alguna caricia, o
que me hablara, pero era un hombre muy serio y callado, hasta parecía que no le
gustaba mostrar su afecto con caricias, aunque con su mirada dulce, a su
manera, me decía que me quería.
Al mismo tiempo, no me olvidaba de mi misión,
verifiqué que no llevaba encima el llavero y más tarde, comencé a dar vueltas
por la casa, para hallarlo. Su dormitorio era el punto clave, despacio y
calladamente, me introduje en él, mire sobre la cómoda y la mesa de luz, pero
allí no la vi. Con un coraje que ni yo mismo sabía que tenía, abrí el cajón y
allí tampoco estaba. Volví a la cocina y antes de que nos fuéramos, recorrí con
la vista los muebles y las paredes y grande fue mi sorpresa, cuando vi el
llavero colgando de un perchero, que estaba detrás de la puerta. Pero tenía una sola llave, grande, de bronce, igual a la que tenía mi madre, de la puerta
de entrada. Desde ese momento aumentó mi
curiosidad por abrir esa caja, si el
Abuelo no llevaba la llave en su llavero, seguramente la tendría escondida y si
era así, sería porque dentro de la caja habría algo muy valioso. Era sin duda
su cofre del tesoro.
Unos días después, durante una de mis
búsquedas por la casa, vi que la llave no estaba escondida, la hallé dentro de
un centro de mesa de vidrio tallado, que siempre estuvo sobre el aparador de la
cocina. Entre algunas monedas y viejos tornillos y clavos encontrados al azar.
Era una llave de metal ennegrecido, una llave igual a otras, sin brillo y sin
formas extravagantes. Nada indicaba que era algo extraordinario ni mágico, pero
era la llave. Y con ella se terminaría el misterio de la caja del abuelo.
Esa misma tarde, que era soleada y cálida,
salí al patio a jugar un rato, pero en mi bolsillo derecho había escondido la
llave. Cuando nadie me miraba me metí en el galpón, acerqué la carretilla,
busqué la lata de pintura, pero no estaba. Encontré un cajón, que me podía
servir, pero tenía unas viejas herramientas oxidadas. Tuve que sacar alguna de
ellas para alivianarlo, luego, con mucho esfuerzo lo puse sobre la carretilla y
me pude subir. Cuando fui a tomar la caja, sentí, además de la adrenalina que corría
vertiginosamente por mis venas, que estaba también por violar un secreto y nada
menos que un secreto de mi Abuelo. Pero no me pude resistir, la curiosidad me
carcomía. La tomé en mis manos, introduje la llave y abrí la tapa. Con gran
sorpresa me encontré con pequeñas cosas, no muchas, cosas comunes de todos los
días: botones de varias formas y colores, bolitas de vidrio y entre las cuales
reconocí una roja y blanca que había sido mía y también la negra grande de mi
primo Andrés, todas eran viejas cosas nuestras. El Abuelo, guardaba allí
recuerdos nuestros, cosas extraviadas o abandonadas de sus nietos. Seguí
mirando y también vi, lápices de colores gastados casi hasta el final, una
pequeña pluma gris, un lápiz negro y sobre todas estas menudencias un pequeño
anotador, con sus páginas amarillentas. Dirigí hacia él mi interés, lo abrí y
me encontré con anotaciones varias de fechas, algunos nombres y cifras un poco
al azar, todas escritas con la letra grande y fuerte del Abuelo, temeroso de que alguien llagara y me
sorprendiera, rápidamente leí algunas de estas líneas: “11 de mayo nacimiento de Andrés”, “23 de Octubre Carlitos” : mis
primos, pensé enseguida, luego otros números y anotaciones de gastos y más
adelante: “13 de Diciembre, nació Pepe,
era un lindo día” luego había anotadas otras cosas que ya no me
interesaron. Nada me interesaba más que esa última anotación que había leído. Porque
Pepe me decían a mí y esa era la fecha de mi cumpleaños y al lado mi Abuelo
había escrito: “era un lindo día”. Me
había diferenciado de los demás, cuando yo nací, fue para él un lindo día.
Esa tarde estuve solo, no fue
ninguno de mi primos, igualmente estaba muy contento y lleno de amor de saber
que era el preferido de mi abuelo, aunque fuese así, en secreto. No me
importaba que nadie se enterara, quizá era mejor. Como todo lo del viejo, secreto, callado, pero suave y dulce. Cuando entré nuevamente a la cocina, corrí hacia él y lo abracé con
fuerza, él se dejó abrazar y luego tiernamente me separó y me miró a los ojos
profundamente y solo dijo: “Pepe…pepito…” noté que sus manos temblaban un poco
más que antes y en sus ojos había tristeza, una tristeza que nunca había
notado. Me di cuenta de cuanto lo quería, entonces allí, en ese momento traté
de decírselo, pero no supe cómo hacerlo, solo lo miré y le sonreí, le apreté
fuerte la mano y rápidamente nos fuimos, porque ya era tarde.
Creo que luego de esa tarde, solo lo vi una
vez más, estaba en la cama, con su cabeza apoyada en dos almohadas, iluminado
con la tenue luz del velador de su mesita. Me acerqué a su lado y le volví a
apretar la mano, me miró dulcemente como siempre, pero no pudo decirme nada. A
la tarde del día siguiente, mi madre, se acercó a mí, me tomó entre sus brazos
y me dijo muy despacito: “El Abuelo, ya no está entre nosotros, murió
tranquilito y en paz”. En ese momento sentí dentro de mí, un gran vacío, como
si se abriera un gran hueco.
Desde entonces y han pasado
muchos años, cada vez que pierdo una persona querida, siento la misma sensación
y pienso: “¿Cuantos huecos más podré soportar, hasta caer desintegrado?”.
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