PEREZHITO . De mi libro EL COLOR DE LA SANGRE



El Sr. Pérez, empleado importante de un negocio de compra y venta de cereales, era un tipo muy eficiente. Los dueños de la empresa lo conocían desde chico y confiaban en él; además, le había demostrado su gran capacidad para las tareas encomendadas.  Últimamente había estado ocupando la oficina contable.  En su vida particular, las cosas también le eran favorables, a pesar de no contar con familia alguna: sus padres habían fallecidos y no tenía hermanos.  Hacía un tiempo y de una insólita manera, había conocido a Oko Hito. Fue una tarde, cuando salía apurado de la tintorería a la que concurría habitualmente, la llevó por delante, de tal forma que casi la tira al piso, luego de las disculpas del caso, que la chica no entendió, entró con ella nuevamente al negocio y usando como intermediario al tintorero, se pudo disculpar y al poco tiempo, comenzó a conocerla.  En unos días más, los encuentros se hicieron más frecuentes y así empezó todo.  Ella una japonesa muy bella y joven, que lo había enamorado rápidamente y también así, se habían casado y al poco tiempo había nacido su hijo: Eduardo.
 Oko era hija de un tintorero que hacía poco tiempo había muerto en un accidente automovilístico.  Como su madre se había ido de la casa hacía bastante, probablemente al Japón (aunque nadie lo sabía) no tenía familia alguna, por lo menos en el país.  Ricardo Pérez vivía feliz su vida, recién había cumplido los 33 años, y mientras ahorraba para comprarse su casa, alquilaban un lindo departamento. No quería que Oko trabajara, posiblemente porque sabía que no tenía muchos conocimientos y sobre todo porque su español era horrible. Era casi imposible su comunicación con la gente. Le costaba muchísimo aprender a hablarlo, hacía esfuerzos, pero solo pronunciaba las palabras esenciales, como para sobrevivir. Aun así, entendía bastante lo que le decían. A él, en cambio, le resultaba difícil tanto hablar en japonés como entenderlo.  Había llegado a desistir de aprenderlo, solo le entendía a Oko algunas palabras, pero entre ellos se comunicaban muy bien.
Pasó el tiempo y cuando Eduardo estaba por cumplir los 9 años, Pérez sufrió un infarto en plena tarea en su oficina del cual no se pudo recuperar.  A los dos días, murió internado en la clínica de la ciudad, luego que intentaran todo lo posible para salvarlo. Si bien Oko y Eduardo fueron asistidos en todo lo posible por el círculo de Ricardo, se fueron quedando solos y esto resultó terrible. Oko no podía comunicarse bien con la gente, pero eso no fue lo peor: se quedaron sin ingresos y por consiguiente tuvieron que cambiar de departamento, de barrio, Eduardo de escuela y todo comenzó a desmoronarse en sus vidas.
Oko se dio cuenta de que tenía que trabajar, entonces, como lo único que podía hacer eran trabajos de limpieza, se fue ofreciendo en varios lugares como hoteles y restaurantes. Incluso en la clínica donde había muerto su marido. Al poco tiempo la tomaron en un hotel para el lavado de la ropa de cama y mantelería. El sueldo era bajo, pero les alcanzaba a ella y su hijo para los gastos imprescindibles. Eduardo, en una nueva escuela, se dio de narices con chicos de otro nivel al que estaba acostumbrado. Había hecho los primeros años en una escuela privada de renombre en la ciudad, pero ahora la cosa había cambiado. Sus compañeros comenzaron a llamarlo Perezhito, jugando con la unión de sus dos apellidos y también por su tamaño. En realidad, Eduardo era un chico de tamaño reducido, el más chico de su clase. Nada de esto le gustaba, pero cuando quiso reclamar y dejar sentado cuál era su nombre y cómo querían que lo llamaran, soportó dos o tres peleas, en las cuales recibió varios golpes que lo convencieron de que debía conformarse con ser Perezhito.
—Eso me volvía loco en aquella época —decía Eduardo con una sonrisa en sus labios—. No tenés idea de lo mal que me hacía, solo pensaba en crecer, en dejar ese tiempo tan malo —seguía diciendo moviendo la cabeza a los lados, como negando los recuerdos que venían a su mente.
—Después de eso, ¿qué pasó… cómo siguió la cosa? —preguntaba indolente el hombre que tenía delante de él y lo hacía con el mismo interés que tenía en ese momento de conocer el recorrido del planeta Venus alrededor del Sol.
—Mi vieja, después de un tiempo, se quedó sin trabajo, los hijos de puta del hotel decidieron terminar con el sector lavandería y darlo a una empresa fuera del hotel y la dejaron en la calle así de un golpe, le tiraron unos pesos y listo —Eduardo dijo esto mirando al hombre de frente y con mucha bronca encima, clavándole los ojos, agrediéndolo, como si ese tipo mal vestido y grosero fuera el culpable. El tipo ni se inmutó, lo miró y le hizo una seña con la cabeza como indicándole que siguiera con la historia.
—Yo estaba terminando el primario, por suerte la plata nos alcanzó hasta el final del año y terminé el colegio. La vieja, con lo que le sobró, se compró un lavarropas, se arregló la cocina para poder trabajar allí y como pudo, habló con la gente del barrio, ofreciendo sus servicios de lavandera. A los que no la entendían, les hablaba yo. En poco tiempo tenía bastante ropa para lavar de las vecinas del barrio —relataba eso con un gran dolor, tanto que se lo notaba en la voz y el hombre gordo y pelado que tenía enfrente lo notaba, aunque con su cara de póker y sus ojos vacíos, lo miraba como miran las vacas. Luego de unos segundos, Eduardo siguió con su historia:
—Aunque no lo creas, en el barrio también me llamaban Perezhito. Seguramente algún chico del colegio que vivía en el barrio me habría llamado así y prendió en todos los que me conocían. Y me seguía rompiendo las pelotas ese sobrenombre.  Así pasaron tres años más, cada vez íbamos peor, la guita no alcanzaba ni para pagar el alquiler.  Y de comer, solo pan y fideos los mediodías y a la noche, muchas veces nada.  La vieja se me iba destruyendo, solo le alcanzaban las fuerzas para lavar y así día tras día —Eduardo se daba cuenta de que lo estaba haciendo largo, quizá demasiado, pero era como que sentía la necesidad de decirle a alguien, no importaba a quién, lo que había sufrido. Y al que menos le importaba era seguramente a esa mole, que no paraba de fumar y de garabatear con un lápiz en una libreta ajada y sucia.
—Entonces fue cuando un día me llamó el viejo Andrés: “Perezhito… Perezhito… vení, vení”, me decía. Lo seguí y me llevó a la vuelta de la casa, a un baldío y me preguntó si yo realmente quería ayudar a mi vieja, trabajar y ayudarla con los gastos. Lo único que me preocupaba era que el viejo no me hablaba tranquilo, miraba continuamente hacia los lados, como si se sintiera vigilado.  Entusiasmado y contento le dije que sí, que trabajaría para ayudar a mi vieja y lo debo haber hecho en voz alta, porque enseguida me hizo callar, haciendo un gesto de taparme la boca. —Mientras decía esto, lo miraba al gordo como esperando una mueca de intriga, de sospecha, o de cualquier cosa, pero el tipo no movía ni un músculo de su redonda cara. Solo un movimiento de su cabezota, como pegando un frentazo a una pelota inexistente cayendo al área, para indicar que siguiera con la historia. Y así lo hizo:
—El viejo Andrés me dijo que tenía que hablar con un hombre muy respetable, que hacía negocios muy buenos y que con él, podría iniciar una carrera que me llevaría lejos. —En ese momento, sorpresivamente, el gordo lo miró con una sonrisa despectiva y anotó algo en su libreta, luego su cara se volvió inerte, de piedra, como antes. Pasaron unos días y hablé con el hombre, un gigante bien vestido, de buenos modales, que me trató bien, aunque lo primero que me dijo fue: — ¿Vos te llamas Perezhito realmente?—. A mí se me revolvió el estómago por unos instantes y debo haber puesto una cara de molestia e indignación, porque inmediatamente me dijo: —A mí tampoco me gusta—. Entonces me pareció que ese era el tipo que me ayudaría, a mí y a la vieja, que ya no daba más con sus dolores de espalda y las afecciones en la piel de sus manos.  —De pronto el gordo se acomodó en la silla de madera, que le quedaba chica por todos lados, y me dijo:
— ¿Y cuál fue el trabajo que te dieron?—  mientras encendía el enésimo cigarrillo y le tiraba el humo encima.
—Esperar en una esquina a que pasara un tipo que me haría una seña prefijada… me daría un paquete y yo lo llevaría a una dirección que me decía en el oído. Eso era todo.
— ¿Y por eso te pagaban… quién? —preguntó el gordo rascándose la pelada y mirándome con su cara de vaca enferma.
—Los que recibían el paquete me daban unos pesos y luego el gigante bien vestido, me encontraba cada fin de semana y me pagaba lo convenido, de acuerdo a las entregas que hubiera hecho. Se lo veía contento al tipo, a veces me daba unos pesos de más. Lo más importante es que con esa plata nos fuimos arreglando en casa mucho mejor.  La vieja tuvo que trabajar menos y aunque en varias oportunidades me  preguntó sobre los ingresos nuevos,  siempre encontré mentiras piadosas, yo hacía todo por verla alegre. Así se dedicaba a cocinar con más ganas, limpiar y ordenar el departamento, hasta que quedó todo hecho un primor, con cortinitas en las ventanas, flores en el balconcito y sobre todo la sonrisa de Oko, aquella que le veía cuando era chiquito y estaba con nosotros mi padre. —Estaba emocionado Eduardo cuando decía esto, ni lo miraba a su interlocutor, había bajado la cabeza para ocultar el brillo enrojecido de sus ojos.  Esperó unos momentos antes de continuar.
—Y parece mentira, ya por ese tiempo nadie me llamaba Perezhito. —Luego de decir esto, se acomodó en su silla y cruzó los brazos sobre su pecho, como indicando que no hablaría más, como si hubiera terminado su historia.  El pelado molesto le dijo entonces:
—Dale seguí de una vez y vamos al grano, que ya es casi la hora de cenar.
Después de pensar un rato, Eduardo se dio cuenta de que tenía que seguir hablando, para eso estaba allí, para contar toda su historia.
—Pasó el tiempo, el gigante me llevó a conocer otras personas del grupo, allí me relacioné con gente importante y me di cuenta de que les caía bien a los tres tipos que siempre estaban en una sala, con buenos sillones y buenas bebidas.  Eran unos gordos serios, muy serios, pero daban la impresión de ser buena leche. —La carcajada que largó el pelado se debió haber oído hasta de la calle, mientras repetía:
— ¡Gordos serios y buena leche… buena leche!, jajaja.
—Por lo menos conmigo lo fueron —retrucó ofuscado Eduardo.
— ¿Con vos lo fueron… y por qué pasó lo que pasó? —Cuando terminó de decir esto, volvió a poner cara de escuchador y anotó algunas palabras ilegibles nuevamente en su libreta—.
—Seguí y terminá de una buena vez que es tarde —le dijo impaciente.  Eduardo ya estaba cansado de hablar e incómodo en esa silla de madera, decidió terminar pronto con la historia y le dijo:
—Yo creo que ya tenés un panorama de cómo armar la historia, solo me queda contar el final— dijo Eduardo mirándolo al gordo, al tiempo que le indicaba que ya estaba muy cansado. El tipo ni se inmutó y lo miró con sus ojos vacíos y esperó que siguiera el cuento.
—Una noche, cuando estaba por entrar a mi departamento, me encuentro con el gigante, que me esperaba a la sombra de un gran árbol que está en el frente de la entrada. Solamente me dijo: — ¡Qué cagada te mandaste Perezhito! ¿Cómo me hiciste eso?—. Cuando escuché su vozarrón temible, aunque controlado para que nadie lo escuchara, me di cuenta de que corría peligro y como una víbora salté hacia atrás y choqué con alguien que trató de aferrarme con sus dos brazos; pero yo ya tenía el cuchillo en la mano, me di vuelta tan rápido que el tipo, sorprendido, solo pudo sentir el agudo puntazo que le llegó al corazón. Giré nuevamente y vi la pistola que tenía el gigante y que estaba pronto a disparar. Mientras decía esto, Eduardo se movía como haciendo la reconstrucción del hecho y su voz se apagaba y sus ojos brillaban, se iba poniendo tenso, tanto que al gordo le dio miedo y también saltó hacia atrás, aunque no como una víbora, sino como un buey enterrado en el barro.
— ¡Tranquilo…quieto! —gritó el pelado, mientras tiraba el lápiz y la libreta para agarrar la pistola que tenía bajo su saco. Eduardo se contuvo unos segundos y se dejó caer en la silla. Levantó la vista para mirar al pelado que tenía una expresión de miedo que le llamó la atención, luego se sentó nuevamente y esperó que continuara con el final del relato. Se tomó Eduardo unos minutos más y luego siguió:
—Lo miré serenamente al gigante y, mostrándole mis intenciones, dejé caer el cuchillo, levanté los brazos al tiempo que le preguntaba: — ¿Qué fue lo que pasó, jefe? ¿Por qué todo esto?— y me dijo: —No perdonamos traiciones Perezhito —y lo prenunciaba con bronca y desprecio—. Vos sabes bien que nos cagaste con las últimas entregas—. Mientras seguía apuntándome firmemente, pero yo tenía que saber qué era lo que había pasado, porque nunca los había traicionado ni estafado, yo tenía que saber de dónde había salido eso y, maliciando como venía la cosa, le pregunté: — ¿Los Ferrantes cantaron? ¿De allí viene la cosa? —dije sin dejar de mirarlo a los ojos, bien de frente, tanto que el hombre se quedó indeciso y en duda y me contestó, cosa que me sorprendió, porque ese tipo no duda entre nada y menos habla: —Sí, fueron ellos, pero para vos es igual, porque de esta… —No lo pude dejar terminar de hablar, porque sabía que con la última letra, escucharía el disparo, además me había dicho dos veces Perezhito y estaba furioso.  Entonces, mi segundo cuchillo (el que llevaba en la manga izquierda), salió disparado y se le hundió en el ojo. El pobre gritaba, mientras se contenía la sangre como para evitar que se le fuera la vida por el agujero de su ojo derecho.  Dejó de moverse en pocos segundos. Ya estaban los dos muertos y yo seguía vivo.
— ¿Y de allí fuiste a matar al viejo Ferrante? ¿O esperaste hasta la mañana? —preguntó el gordo también cansado de escuchar y con hambre, porque ya eran más de las 10 de la noche y no había cenado.
—Para esas cosas no se puede esperar— dijo Eduardo sabiendo ahora sí que había terminado de hablar. 
El gordo se levantó de la silla, se dio vuelta, abrió la puerta de la salita y le dijo al policía uniformado que esperaba del otro lado:
—Listo, llevatelo.  Yo terminé, ya confesó.


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