DE PARTE DE ANDREA . De mi libro EL COLOR DE LA SANGRE
Esa tarde Jorge, iba caminando por las calles del
barrio, sin darse cuenta por donde andaba. Eso no era nuevo, siempre hacia lo
mismo, caminaba para despejarse y a su vez para pensar y repensar en todo lo
que le sucedía, sobre todo luego de salir de la cárcel. Al rato llegó al
centro, pensó entrar al bar, para encontrarse con algunos de los muchachos,
pero sin saber porque, siguió de largo; aunque miró por la vidriera, pero tan
rápidamente que no distinguió a nadie conocido.
Al poco de andar, se encontró de golpe con una mujer que le llamó tanto
la atención, que lo distrajo de sus pensamientos. Una mujer hermosa, alta, de buen físico,
enseguida notó que era mayor que él. Ella también se sorprendió al verlo y sintieron
que estaban pensando lo mismo uno del otro.
Luego de unos segundos mirándose, a él le salió sin quererlo, la
pregunta más tonta para ese momento:
— ¿Andás buscando algo?
Ella lo miró a
los ojos y con una sonrisa socarrona le contestó simplemente:
— ¿Por qué?— Reaccionó enseguida Jorge y sonriendo le
dijo:
—Está bien, disculpame, pero la sorpresa fue grande, no
se ven mujeres como vos por aquí
En poco tiempo más, los encuentros se hicieron
habituales, frecuentaron los cafés, los cines y restaurantes y así comenzó una
relación que los envolvió y contra la que no pudieron hacer nada, o no
quisieron. Cada vez se acercaban más y al poco tiempo habían olvidado las
diferencias y las preguntas. Luego con el tiempo de ayudante, se amaron a pesar
de que los dos sabían que todo era raro.
Prometieron amarse mientras pudieran y si eso se terminaba, cada cual
seguiría su camino sin decir nada, sin reproches ni revanchas.
Andrea era un misterio para Jorge y eso era lo único
que le molestaba, porque estaba enamorado de ella. No hacía más que mirarla y
admirarla, era una mujer especial, muy culta, fina, delicada y al lado de él,
se notaba más aún. No lograba conocerla, ella hablaba poco en general, muy poco
de ella y nada de su pasado. Lo martirizaba no saber cómo llegar a conocerla profundamente,
sobre todo porque ella sí, demostraba que lo conocía muy bien. A veces creía
que Andrea intuía todo lo que iba a hacer y se sentía vulnerable. Pero cuando
la pasión los quemaba, se olvidaba de todas sus molestias y temores.
Ella era realmente un misterio, pero no solo para
Jorge, lo había sido para otros antes, mucho antes, quizá siempre. Muchas veces
se había sorprendido a si misma con sus acciones, que siempre fueron acertadas
y en el momento justo. Carlos, Federico, Ricardo, y otros nombres que ya no
recordaba, ni a los hombres, que fueron alguna vez algo en su vida y menos aún,
a los que no habían sido nada más que una noche. Solo Don Alfredo estaba grabado en su mente; por
ser el más peligroso, pero ya estaba como los demás muy lejos. Ahora que se sentía
más cerca del final de su carrera, tenía miedo, buscaba refugio y contención. Jorge no era el más indicado para ello, pero
se había enamorado. Era increíble, a esa altura de su vida estaba enamorada; quizá lo que la sorprendía
era que nunca antes se había enamorado, su única obsesión había sido el dinero,
que lo había conseguido sin importarle la forma en que lo había hecho, su vida
había sido una batalla y las armas habían sido todas válidas. Lo que le quedaba
claro, es que él no debería saber nada de su pasado, esa era su única
protección. Mientras la amara como ahora, sin preguntar, todo estaría bien.
Jorge, que no llegaba a esclarecer su sentimiento
amoroso, de a poco se fue dando cuenta, que debería hacer algo serio con su
vida. No podía seguir así, dependiendo de ella y menos, sin saber de dónde
obtenía los recursos para cubrir los gastos.
Lo pasaban bien juntos, pero íntimamente se sentía avergonzado, ella lo
estaba haciendo todo. No era tan mal parido, tenía su orgullo, algo haría y
seria por ella. Le costaba mucho imaginar así de golpe, lo que tendría que
hacer para cambia su vida. Tenía que planear muy bien los pasos a seguir. Pero
era ella la que siempre salía con algo
nuevo, con intereses que él no tenía; pero que al final seguía mansamente para
no contradecirla, para no hacerla sufrir.
Fueron pasando los días y los meses y todo se fue
consolidando, Jorge había hecho dos o tres trabajos que ayudaron
económicamente, pero no soportaba las rutinas. La casa donde vivían, estaba
algo alejada del centro, alquilada a nombre de Andrea. Era confortable aunque
pequeña, servía para cobijarlos y sobre todo para mantenerlos alejados de la
gente que no querían ver. Pero resultó
imposible eludir a todos los que no querían.
El hombre, que había detenido el auto, un sedán azul, en la vereda de
enfrente, sin apagar el motor ni bajar la ventanilla, miraba la casa con
interés. Era un tipo enorme, calvo, de grandes bigotes teñidos de negro
intenso. Cubría sus pequeños ojos, con unos anteojos oscuros que se veían
chicos en su cara. Estuvo un rato observando, luego arrancó y lentamente dio la
vuelta a la manzana, recorrió el barrio mirando atentamente todo a su
alrededor, realizó un verdadero reconocimiento de la zona, cuando lo hubo hecho
aceleró y se fue de allí. Ninguno de los dos, que estaban dentro de la casa, vieron
el auto.
Jorge, que no había abandonado la idea de hacer algo
fructífero para ambos, decidió al fin reunirse con un viejo amigo, que lo había
llamado en reiteradas oportunidades, “Vení conmigo, vas a ver como las cosas
mejoran” le había dicho su amigo, no le gustaba mucho sacar los pies del plato,
tenía miedo de caer nuevamente en prisión, pero no tenía otras opciones. Estaba
afuera del mercado de trabajo, porque no
sabía hacer nada y sobre todo, porque no le gustaba el sacrificio. Muchos años
viendo a su padre, deslomarse haciendo pozos y zanjas, con frío, con calor, o
bajo la lluvia. “Eso no es para mí, viejo”, le había dicho en reiteradas
ocasiones a su padre, que lo miraba con tristeza y con miedo, mientras le
respondía: “Ya estamos marcados por el destino y así será, te guste o no… muy
pocos pueden elegir”. “Las cosas pueden cambiar” pensaba Jorge, mientras se
dirigía a la cita con el amigo.
En la reunión habló solo el Corto, que era el
seudónimo inequívoco de su amigo. Era un tipo petiso y gordo y tenía apariencia
de mal llevado y según decían los que lo conocían, era verdad. Le explicó de
que se trataba el negocio y sobre todo lo puso al tanto de lo que estaban por
hacer y el motivo por el cual lo había llamado. Era un buen golpe por donde se
lo mire, buena ganancia y no mucho
riesgo. Solo tendrían que tener mucho cuidado, estudiar bien toda la situación
y sobre todo aprender de memoria los pasos de cada uno. “Sobre todo vos, que hace
mucho que no estás en el ruedo” le dijo a Jorge, cosa que le molestó mucho,
porque los otros tres que estaban en el lugar, sonrieron mirándolo
sobradoramente. Antes de irse, el corto
lo llamo aparte y le recalcó que tenía que tener mucho cuidado, no hablar con
nadie, ni con su mujer. No tenía que despertar sospecha alguna, no debería
cambiar en los próximos días ningún habito, ni para ir al baño. Él le aseguró
que así seria y se fue de allí, camino a su casa, como lo hacía siempre. Las reuniones siguieron, cada en un lugar
diferente y casi nunca todos, sino entre dos o tres integrantes del grupo, se
acercaba el tiempo de la operación
En la última
reunión, al salir, el Corto, lo tomó del brazo a Jorge, lo metió nuevamente
adentro y le dijo secamente:
—Estamos convencidos que tu mujer se está viendo con
otro tipo.
Jorge se sintió morir, “¿Que está diciendo este?”
pensó, y se quedó mirándolo con cara de sorprendido y furioso, lo tomó del
brazo a su vez al Corto y lo interrogó decididamente. El otro, sin molestarse,
le contó lo que sabía:
—Don Ruffo vio el auto del tipo que espera a tu mujer
por la tarde, cuando vos no estás, no lo conoce, pero según dice el viejo,
“tiene mala cara”.
Jorge lo miraba
sin entender nada, como si el otro le estuviera hablando en chino, notando esto
el Corto, siguió diciendo:
—es un tipo gordo, pelado y de grandes bigotes
negros…y usa anteojos oscuros, aunque haya bajado el sol ¿no conocés a nadie
así?
Jorge no
reaccionaba y seguía dudando. El Corto, luego de confirmarle que eso lo había
visto Don Ruffo y que para él era palabra santa, le pidió que se cuide mucho y
que hasta que termine la operación, se vaya de su casa y que por ahora, no haga
lio con la mina, porque esas cosas terminan mal y uno nunca sabe de qué se
puede enterar la Policía.
El tipo que
espiaba a Andrea, había estacionado cerca de la esquina, para evitar ser visto
desde la ventana de la casa. Ya estaba seguro que esa mujer, era la que le
habían marcado. Puso en marcha el auto y partió hacia el centro, justo en el
momento en que Jorge doblaba la esquina, sin llegar a verlo. Llegó a la casa, abrió
la puerta y entró lentamente, en ese momento escuchó la voz de ella que le
decía:
—Jorge querido, llegaste más tarde hoy— y siguió antes
de que él pudiera contestar— ¿Todo está bien? … ya tengo la cena lista
Él siguió
caminando hacia la cocina y cuando estuvo detrás de ella le preguntó duramente:
— ¿Te estás viendo con otro tipo?
Andrea, se dio vuelta con una expresión de asombro,
que al instante se transformó en bronca, lo miró intensamente. Aunque
interiormente estaba buscando espacio y tiempo, debería sacar sus mejores armas
en ese mismo instante, pero hacia mucho que no las usaba y no las podía
encontrar. Algo indecisa, le contestó:
— ¿Estás loco…de donde sacaste eso?— enseguida se dio
cuenta de que no iba por buen camino, pero Jorge estaba calmado y eso la
tranquilizaba.
— ¿Seguro…me lo podes jurar?— dijo él temiendo la
respuesta.
—Sí, mi amor, te lo puedo jurar— Ella se le acercó y
suavemente le acaricio la cara, lo miró con amor a los ojos y él quedo
sumergido en la mayor de las dudas.
Terminaron de cenar y con una sorprendente calma y casi sin levantar los
ojos, le dijo:
—Tengo que irme de aquí por unos días y lo voy a hacer
esta misma noche.
Andrea sintió que todo se le venía abajo. Algo raro
estaba pasando, pero no lo quería presionar, por muchos motivos, pero también
por su vasta experiencia, solo le preguntó:
— ¿Debe ser así?
Él sin responder, parque no sabía que decir, entro en
la habitación, metió sus pocas ropas en un bolso y caminó hacia la puerta, pero
no pudo aguantar y antes de salir, la miró fijamente, tratando de recordar todo
lo más posible de ella. Inmediatamente se fue. Andrea quedó sumida en un
misterio que la molestaba y mucho, porque siempre creyó saber lo que pensaba
Jorge, pero esta vez había perdido. No tenía idea de lo que podía haber pasado,
o en que se habría metido. Más tarde, cuando era plena noche y antes de
acostarse, fue a cerrar la persiana de la sala y cuando miró hacia afuera, vio
a un hombre enorme y calvo que se dirigía a su puerta, no lo conocía, pero no
le intimidó su aspecto, por ese motivo cuando este llamó, fue tranquila a abrir.
Casi no pudo hacerlo, porque cuando el hombre escuchó el ruido de la llave
girando, dio un fuerte empujón a la puerta que se abrió con violencia,
arrojando a Andrea al suelo. Lo que pasó
a continuación fue demasiado rápido para ella, no pudo hablar, ni defenderse. El
gigante la tomó del cuello la levantó, la apoyó en la pared y mientras la
estrangulaba le dijo claramente al oído:
—Esto es de parte de don Alfredo, que nunca se pudo
olvidar de vos— Cuando terminó de
apretar el fino cuello de Andrea y luego de comprobar que ya no respiraba, la
dejó caer, como si fuera una muñeca de trapo. Ni se dio vuelta para volver a
mirarla, salió con tranquilidad, subió a su auto y partió
Jorge se acomodó en la casa de un viejo amigo, que
estaba solo, porque su mujer lo había dejado, en una piecita al fondo del
terreno, no era confortable, pero en ese momento todo le venía bien. Cuando
terminara la operación, como le gustaba decir al Corto, hablaría definitivamente
con Andrea, le había creído cuando le dijo que no tenía a otro, estaba seguro
que ella no lo engañaba. A la mañana siguiente cuando fue al galpón, donde lo
esperaba el Corto, se adelantó Don Ruffo y con una expresión dramática le dijo
secamente:
—Muchacho, tengo malas noticias, mataron a tu mujer
Jorge se acordó lo que le habían dicho, que lo que
decía el viejo era palabra santa, no dudo ni un instante, se dejó caer en una
pila de cajones, que a duras penas lo sostuvieron y se quedó unos momentos
callado, mirando el piso, luego levanto los ojos llorosos y le preguntó
secamente:
— ¿Fue el gordo pelado?— El viejo asintió con la
cabeza, pero el que habló fue el Corto
—Nosotros nos haremos cargo, cuando terminemos con el
trabajo, el viejo ya sabe quién es y donde encontrarlo, a ese, dalo por muerto—
Jorge hizo una última pregunta mirando a don Ruffo:
— ¿Y sabe porque?— El hombre lo miró en silencio y
movió levemente su cabeza hacia los costados como única respuesta.
Jorge, se
levantó y se acercó al viejo, le habló al oído y juntos se dirigieron hacia el
fondo del galpón; allí estuvieron conversando en voz baja unos minutos, sin
decir palabra estuvo presente en la reunión con el Corto y el resto de la
banda, para la culminación del plan, que sería ejecutado dos días después.
Luego salió de allí en silencio y se dirigió a la casa en que estaba
parando. Las palabras de Don Ruffo le
dolían en los oídos y no podía entender que hubieran matado a Andrea, que vida terrible habría tenido,
como para generar esa venganza. Esa noche no pudo dormir, estuvo a punto de
salir en dos oportunidades, pero no quería fallarle al Corto, le había
prometido, igual que los demás, que estarían “guardados” por las próximas
cuarenta y ocho horas. Ese encierro lo
trastornaba poco a poco, trataba de
imaginar la vida anterior de Andrea, esa vida por la que nunca se atrevió a
preguntar.
Cuando llegó el día del atraco, a la mañana temprano se
reunieron en el galpón como de costumbre, allí les explicó el Corto, lo que
haría cada uno ese mediodía. Resultó ser que el robo seria en una distribuidora
importante, perteneciente a un viejo sindicalista, Alfonso Tonino, que además
contaba con fama de hombre peligroso. Era el día de pagos, habría mucha plata y
habían llegado a la conclusión, luego de varios estudios del lugar, que se
manejaban solamente con dos o tres hombres de seguridad, estaban seguros que ni
tendrían que usar las armas, solo tendrían que ser precisos y rápidos.
Ellos eran cinco, en un auto adelante iban el Corto y
dos secuaces, en el de atrás, Jorge con otro que conducía. Siguieron el plan
sin cambios ni errores, se introdujeron con gran rapidez en las oficinas, rodearon a los cuatro hombres que estaban
alrededor de la caja fuerte, ordenándoles
arrojarse al piso, solo faltaba atar las manos con los precintos
plásticos y cuando lo estaban haciendo, Jorge le prestó atención a uno de
ellos, un gigantón del que solo veía la cabeza desde atrás, pero era una cabeza
grande, pelada y alcanzaba a ver la punta de un enorme bigote negro. No pudo
evitar gritar sin ton ni son: “Andrea” el hombre se dio vuelta y lo reconoció
de cuando vigilaba los movimientos de la mujer, pero fue tarde, Jorge le
disparó a la rodilla derecha destrozándosela, el tipo gritando de dolor cayó al
piso, entonces para asegurarse, le volvió a disparar a la otra rodilla
causándole el mismo daño, mientras el
gigantón herido insultaba y maldecía a los gritos. Al mismo tiempo, el Corto también le gritaba
algo a Jorge, mientras los otros recogían los paquetes con plata. Todos salieron corriendo hacia los autos, el
plan se estaba cumpliendo al pie de la letra. Solo Jorge no se fue, imaginando
que ese Adolfo era el jefe del pelado; el que había ordenado la muerte de
Andrea, decidió agazaparse detrás de la puerta abierta de la caja fuerte, a
esperar. Y no se equivocó, luego del ruido de los portazos y el de los autos
huyendo del lugar, Don Adolfo salió de su privado del primer piso y comenzó a
bajar la escalera en total silencio, tan sigilosamente lo hizo que ni lo
escucho su guardaespaldas, el gigante herido y nada se pudo evitar. El hombre
llego a la oficina, se detuvo asombrado de ver a su guardián en el piso
sangrando y cuando miró hacia la caja fuerte, vio la boca de la pistola con que
Jorge le apuntaba mientras le decía: “De parte de Andrea” el disparo de la 45
le voló la cabeza, pero ya el pelado, que se desangraba en el piso, había recuperado su arma y casi al mismo
tiempo le metió dos tiros en el abdomen.
Jorge, mientras esperaba la muerte con el vientre
destrozado y escuchaba las sirenas de los patrulleros, Recordó las palabras de su viejo, cuando
decía: “Las culpas hay que asumirlas y bancarse el castigo” o cuando reflexionaba:
“No se puede ir contra el destino, somos lo que somos, no nos podemos mentir”.
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