PESCANDO CON NICO . Rolando José Di Lorenzo


Llegamos temprano al muelle, había poca gente. Un viejo solitario en la punta y una pareja joven, a la que no le interesaba la pesca, sentados sobre el lado derecho.  Sacamos las cosas de la bolsa, acomodamos todo a nuestro alrededor y nos sentamos, para preparar las líneas. Miraba de reojo a Nico, se lo veía muy interesado y concentrado en la preparación, pero seguía con su rostro triste. Era un chico muy callado y algo introvertido, pero de a poco había logrado llegar a él, teníamos una buena relación.   Nos pusimos de pie, para lanzar las líneas, lo hicimos con buen resultado y nos sentamos a esperar. Eso es lo que hace un pescador, hacer las cosas bien, esperar y tener fe.
—Si queres, mientras esperamos el pique, te puedo contar un extraño cuento, que me contó mi abuelo, hace más de sesenta años—Luego de decir esto lo miré rápidamente y vi que antes de decirme que sí, hacia un movimiento afirmativo con la cabeza y me miraba con interés.
—Mi abuelo, cuando comenzó el cuento, me aclaró que a él, a su vez, se lo había contado su abuelo y que por trasmitirse de abuelo a nieto, es que aún sigue siendo un cuento mágico— Me detuve unos instantes para mirarlo y le vi una sonrisa socarrona.
—Si no queres que siga decímelo, yo me voy a ofender por eso —le tiré como al pasar, haciéndome el interesante. Pero Nico me dijo enseguida que siguiera, que era todo oídos y que le encantaban los cuentos, sobre todo si eran mágicos. Me di cuenta de el pibe me estaba sobrando, pero con buena onda. Sonreímos juntos y le metí con la historia:
“Hace muchísimo, andaba por aquí, entre el mar y el rio, entre la playa y el puerto, entre el sol y las nubes, un pibe, con carita triste que caminaba apesadumbrado, como agobiado por mil problemas, siempre con la cabeza gacha, buscando la suerte en la arena, justo allí donde no se encuentra. Como miraba muy poco hacia los lados, se perdía de ver las cosas que le mostraba la vida a cada paso. Y como nunca miraba hacia arriba, no veía ni el sol, ni la luna, ni las estrellas, que son el mejor de los regalos. Buscaba solo los caminos y así, poco se puede encontrar. Revisaba todos los rincones oscuros y secretos, pero allí precisamente, que es donde se esconden las cosas deseadas,  hay que buscar con una luz fuerte y no en tinieblas. Como no quería dar su brazo a torcer y creyendo, lo que algún oscuro personaje le habría dicho: “que todo hay que hacerlo solo y que únicamente las cosas que se consiguen por las tuyas son las que valen” siguió insistiendo, siguió buscando su destino en soledad.  Y como si todo fuera parte de un juego, siguió buscando.  Recorrió caminos, trepó cuestas, cruzó ríos, nadó mares, abrió en vano puertas y ventanas.  Buscó el cofre del tesoro debajo del Arco Iris y no lo halló.  Se abrió ante su atónita mirada, la Caja de Pandora y estaba vacía y entonces, ya nada le quedó.   Un  día, muy cansado, se sentó en la arena mirando hacia el mar y en silencio dos lagrimas cayeron de sus ojos, corrieron por las mejillas y cuando cayeron a la arena, hicieron como un espejo, un diminuto espejo que comenzó a brillar, un mínimo espejo donde todo se podía ver, un lugar donde todo estaba. Comenzó a mirar allí maravillado y el mundo se abrió a sus ojos. Y vio a los hombres primitivos, cuando juntos salían a cazar mamut. Vio a los mercaderes primeros, que inventaron los barcos y recorrían puertos, vio a los miles de egipcios que construían las pirámides y a los babilonios, haciendo los jardines colgantes para su rey. También pasaron ante sus ojos las grandes guerras, con los batallones de soldados caminando hacia la muerte y vio a los desterrados y a las víctimas de terremotos y huracanes y a los muertos por el terrorismo y la guerrilla.  Y vio a las multitudes alegres de las fiestas religiosas o paganas, donde juntos los hombres bailaban y cantaban. Y al cabo de unos segundos el mágico espejo se fue apagando, y todo ser perdió en la arena. El chico sintió una gran desolación y se dio cuenta que era porque estaba solo.  Había visto a los hombres de todos las partes del mundo y de todas las épocas, reír y llorar, vivir y morir, cantar y bailar, pero siempre juntos y así habían alcanzado el éxito, o habían caído en el fracaso. Había visto la humanidad.  Pensativo y aun dudando, se levantó y comenzó a caminar, pero probando de mirar hacia todos lados y se sorprendió de ver a la gente que pasaba, muchos riendo, otros serios y preocupados. Gente que iban y venían cargando sus problemas y alegrías. Y miró hacia arriba y el Sol lo hizo llorar por su fuerte luz y más tarde miró asombrado a la Luna y también lloró, pero de emoción, al ver como danzaba con miles de estrellas a su alrededor, en una coreografía fantástica. Y llegó a su casa y también lloró de alegría, al estar allí en su lugar y con los suyos”.
Lentamente di vuelta la cabeza y lo miré a Nico, no me miraba, estaba pensativo fijando su vista en el agua del rio, fue entonces cuando levantó la cabeza y con una mirada intrigante me preguntó:
— ¿Todo esto fue por mí? — Y se quedó esperando mi respuesta esclarecedora
—No, solo recordé el cuento que me hizo mi abuelo, pero seguramente él me lo contó cuando vio en mí, la misma cara triste que yo veo en vos. Y a mí me hizo bien, porque es una historia mágica— Una amplia sonrisa ocupo la cara de Nico y por un instante vi allí el mínimo espejo donde está todo.

 En ese momentos, los dos corchitos de cabeza rojas, se hundieron en el agua dos veces, dando la noticia de que habían picado los peces. Nos miramos sonriendo y sentimos al unísono que algo más nos unía ahora. La magia estaba allí.

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