EL POSTER DEL TÍO FELIPE — Rolando José di Lorenzo
El tío
Felipe, tenía su historia, que más que llevarla, la arrastraba por la vida. Era
hermano mayor del padre de Carlitos, que casi nunca hablaba de él. Se reunía poco con la familia, solo en las
fiestas clásicas de fin de año, o en algún cumpleaños. Era un tipo buenísimo y sobre todo con el
gordo, que tenía muy buenos recuerdos de cuando era chico. Siempre le hacía los
mejores regalos. No podía olvidar, aquel día que le trajo el camión con
acoplado, que aún conservaba como adorno, en una repisa de su dormitorio, junto
a otros juguetes queridos.
Había escuchado muchas veces comentarios
familiares, que secretamente, hablaban de alguna actividad, o forma de vida
“rara”, que tenía Felipe. Luego con el paso del tiempo, fue descubriendo el
misterio: tenía un tío gay. Habiendo
sido éste, quizá el mayor secreto de familia, al que, por lo menos hasta esa
época, había tenido acceso.
Felipe tenía una casita muy linda, totalmente arreglada, con jardincito
al frente con muchas flores, que era la envidia del barrio. Dos perritos chiquitos blancos, un casalito
y un viejo gato amarillo, que dormía todo el día, en el gran felpudo que estaba
en el porche de entrada.
Adentro, la casa estaba acorde
con el frente. Solo tenía un dormitorio, con el baño al lado, una cocina
pequeña y un comedor con vista a la calle.
La decoración era un primor, tenía cosas llamativas a la vista, como el
juego de mate, que siempre estaba sobre la mesa, que relucía como un adorno,
aunque el tío lo usaba a diario. Tanto
la pava como la azucarera doble y el mate, formaban un juego. Enlozado blanco
con pequeñas florcitas rojas, casi igual, a las cortinas de la ventana que daba
a la calle y al mantelito de la mesa.
Las paredes estaban pintadas en un rosa muy pálido y los pocos muebles
que había, eran de pino natural barnizado.
El dormitorio, tenía una cama de plaza y media con dos mesitas y cómoda,
también todo de pino natural, con la colcha y las cortinas de la misma tela blanca
con las florcitas rojas.
Como detalle de decoración
importante y muy llamativo por cierto, era un gran póster de Rita Hayworth, que
estaba sobre la pared principal del dormitorio. Hermosamente enmarcado. Seguramente lo habría
conseguido hacia años, en el viejo cine del pueblo. Era uno de esos que se ponen en las puertas,
promocionando la película de la semana.
Se la veía esplendida, con ese cabello de fuego, que caía en voluptuosas
ondas sobre su hombro derecho. En el que se veía, un diminuto bretel de raso de
color natural, que sostenía el lánguido camisón, que marcaba insinuante sus
formas. Con un profundo corte en la
falda, que dejaba ver la larga pierna derecha, que terminaba en el pie descalzo
de la estrella.
Ella estaba como saliendo de
un cuarto, se podía suponer que era el baño. Con su mano derecha apoyada en el
marco de la puerta. Por eso se le veía
solo el lado derecho de su cuerpo y se podía imaginar que luego, seguiría
caminando hacia el dormitorio. El gordo,
adorador de la fantasía, imaginaba la escena y seguía el recorrido de Rita. En
la habitación, el galán de turno, la esperaría reclinado sobre una gran cama
blanca y con las copas de champagne en la mano. El cigarrillo con boquilla,
sobre el cenicero de cristal, lanzando una pequeña columna de humo. Sobre el
mármol blanco, de la mesa de luz, también un gran velador de bronce con
pantalla de color rosa pálido, con caireles, que despedía una tenue luz
romántica.
Carlitos más de una vez pensó, en cual sería
el verdadero motivo de ese poster en el dormitorio, ¿Sería que el tío soñaba
con ser como ella?, ¿O quizá, hubiera querido tenerla para si, aunque sea un
segundo? El gordo era un fanático del
viejo cine de Hollywood, casi como el tío Felipe, que se lo había trasmitido
con el paso del tiempo. Y con el cual
habían comentado más de una vez, esas escenas fenomenales. Pura fantasía, comparado
con el ambiente en el que ellos vivían.
Pero igual soñaba con vivir eso, por lo menos, una vez en su vida.
Para Carlitos,
era casi imposible en esos momentos, conseguir algún lugar respetable para
pasar un rato a solas con su chica. Por eso, cuando tenía un encuentro de ese
tipo, se atrevía a pedirle la casita al tío.
La tarde anterior lo había llamado y aprovechando un viaje, que Felipe
tenía que hacer a la capital, junto a su
amigo, le hizo el pedido y gustoso este le contestó, que le dejaba la
llave debajo del felpudo del porche. A
la tarde llegó con Marita, ambos dispuestos a pasar buenos momentos.
Tirado en la cama, esperándola porque
había pasado al baño, seguramente para cambiarse. Miraba el poster y dejó volar
su imaginación, como lo hacia siempre y se vio allá lejos, en esos lugares
fabulosos. Mansiones de dos o tres
pisos, con enormes escaleras de mármol, con barandas rematadas en bronce, a
cuyos lados se levantaban grandes jarrones de porcelana china. Un lugar con pesadas cortinas de terciopelo
rojo oscuro y él, bajando precisamente esa escalera lentamente, con una bata de
seda roja, que dejaba ver los pantalones de su pijama color crema y unas
pantuflas de fino cuero negro. Recién levantado a media mañana y encaminándose
al comedor para su desayuno.
De pronto se dijo a si mismo: “Para, para loco
que esto te va a hacer mal, te va a arruinar la tarde con Marita”, de todas
formas, siguió pensando: “lo importante no eran los lugares, sino las personas”.
Pero esa tarde lluviosa de
otoño, era de una de ésas especiales, en que Carlitos se sentía como aquellos
galanes de Hollywood y siguió soñando. De repente, algo le quedó claro: la
diferencia entre Rita y su chica, era tan grande, como la que había entre él y
Glen Ford. Realmente era tanta esa
diferencia, que parecían seres de especies distintas. Pero ahora, recostado en la cama del tío
Felipe. Sin las copas de champagne, ni el cigarrillo con boquilla y a pesar que
desde allí, solo se podía ver claramente el juego de mate, sobre la mesa del
comedor, el gordo estaba contento y satisfecho.
Miraba el fabuloso póster de Rita, que salía lentamente del baño y se encaminándose hacia la cama, donde él la
esperaba; con un vasito de caña en la mano y la radio, con un charlatán de
turno, reemplazando el tema de Cole Porter. Y sintió que ya, no le importaba
tanto.
En ese momento, se abrió la
puerta del baño y salió Marita, casi corriendo, como avergonzada, en bombacha y
le grito: “Correte gordo” y saltó sobre
la cama. Carlitos, sonriendo feliz, la abrazó con ternura, mientras le
daba una última mirada al poster del Tío
Felipe.
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