PEQUEÑA HISTORIA DE ALLÁ Y DE AQUÍ - Realidad y ficción - Rolando José Di Lorenzo
Mi pequeño homenaje a
los inmigrantes, en este relato sobre mis abuelos. Giacomo, miró
largamente su montaña, vio y sintió la nieve que la cubría. Tantas veces había recorrido esos caminos,
tantas veces había subido y bajado sus laderas, con o sin nieve. A veces, cazando
conejos, o algún otro animal, que le sirviera para calmar el hambre en aquellos
tiempos difíciles. Todo eso pronto
sería recuerdo, dio media vuelta y comenzó a descender, tenía que seguir
trabajando, ya no podía perder más tiempo, tenía que realizar ese sueño de
emigrar a la Argentina. Eso lo había
tentado demasiado, estaba seguro que allí estaba su futuro y el de su pequeña y
nueva familia.
Era un hombre de mediana estatura, delgado,
con cara afilada y profundos ojos oscuros, igual que su pelo. En aquellos días el pueblo era muy pequeño,
colgadito de la montaña, con casitas de ladrillos y barro, con techos de tejas a
dos aguas, con buena pendiente, para soportar el peso de la nieve del invierno. Así aguantaban el frío y el calor, todas las
casas se alineaban sobre el camino de tierra y piedras, como en casi todos los
pueblos de la vieja Europa. Eran calles muy
estrechas, tanto que de ventana a ventana, se podían hablar las mujeres,
mientras colgaban la ropa de los tendales, puestos de pared a pared.
Elizabetta, su
esposa, ya sabía de su idea, que más que
idea, era ya una obsesión y no decía nada, callaba, como debía ser, acataría su
decisión sea la que fuere. Él lo sabía
bien, así eran las cosas en ese tiempo y en su pueblo. Para la próxima cosecha
de trigo en la Argentina, él se iría y sería definitivo. Al poco tiempo, ella lo seguiría con su
pequeña Emma, que apenas tenía 2 años.
La vida en su
pueblo era muy dura, él había nacido allí en el 1871 y su mujer en 1875, se
conocían desde chicos y ese acercamiento
fue estrechándose, hasta el 1896 en que se casaron, en la Iglesia Mayor del
pueblo. Pero ya estaban cansados de sufrir sin
esperanzas. Mucha pobreza, frío y hambre. Eran muy fríos los inviernos y en el verano
las cosas mejoraban muy poco.
Ellos trabajaban la tierra, pero lo hacían
para otros, los dueños de la tierra. Eso era en todos lados es igual, una forma de hacer pobres y ricos y que cada
año que pasaba, profundizaba más la diferencia.
Ya estaba el ideal
socialista tratando de producir cambios, ya comenzaba a sentirse un rumor de
igualdad, de solidaridad y otras cosas.
Algo había escuchado Giacomo, pero lo suyo ya no pasaba por allí, no tenía
tiempo para esas cosas. Casi no leía y
lo que escuchaba, no le importaba mucho. Su problema era la comida y el frío y
eso, era lo más importante a solucionar, no ponerse a discutir sobre las nuevas tendencias políticas. Por eso debía irse, a esa lejana tierra de
promisión, donde el trigo crecía en abundancia, donde le pagaban bien por su
trabajo. El lugar donde haría su casa y fundaría una
familia.
Todavía no le había
contado eso a su padre, ni a su madre, solo lo sabía Elizabetta, él no era
hombre de andar hablando mucho, en realidad casi no hablaba. Era un hombre hermético, no tenía tiempo para conversar y tampoco le
gustaba. Así vivía, con sus cosas bien guardadas y ni hablar de sus
sentimientos, todo bajo siete llaves.
Solo había tiempo para dormir, comer y trabajar. Todo eso tendría que cambiar, le habían
contado algunas cosas de aquella tierra prometida y él mismo lo había visto, en
los dos viajes anteriores, que había hecho para trabajar en las cosechas. Se había convencido personalmente de que
aquello era lo que necesitaba. Eso lo conformaba por ahora, solo tendría que
juntar las liras necesarias. Primero debería llegar a Génova y luego desde allí,
emprender el viaje definitivo que era muy costoso, pero seguramente tendría
compensación. Mientras pensaba en
todo eso, seguía caminando hacia la quinta, en la que tendría que continuar con
el trabajo cotidiano, iba cargando el tridente, el rastrillo y la guadaña. Eso no importaba, él era un hombre fuerte, aunque
ese día sentía mucho frío, pero en
cuanto comenzara a moverse se le iría, como todas las mañanas y si no se le pasaba,
siempre quedaba el recurso de la copita de grapa, que ayudaba.
Pasaron unos meses y
las cosas seguían mal, nada había cambiado y ahora parecía que además,
escaseaba el trabajo. Eso fue lo que lo empujó
a tomar la decisión definitiva de partir.
Había podido juntar las liras que los sacarían de allí, no podía
aguantar más toda la injusticia que sufrían día tras día él y su familia. Tendría
que ser duro, fuerte, tratar de que nadie se diera cuenta de su dolor. Se
tendría que enfrentar a la soledad y quizá a la pobreza los primeros meses,
pero luego haría ir a Elizabetta y Emma y allá lejos, pero juntos estarían bien.
Ya tenía elegido el lugar de aquel enorme
país, algunos parientes ya estaban
viviendo allí, en Lobería Pero él
conocía, una zona triguera cercana al mar, Necochea, con vastos territorios de
fértil tierra y fina arena en sus playas, un lugar de grandes riquezas. Mucho espacio y un clima amable, ni
demasiado frío, ni excesivo calor y con mucho trabajo por hacer. Eso le daba la seguridad de poder ganarse el
pan y mucho más, con el tiempo.
Tendría que llegar a
Génova primero, ese viaje lo haría en tren y luego, el barco y una aventura de más
de 20 días en esos mares desconocidos.
Él no tenía miedo y si en algún momento lo tuviera, no se daría cuenta
nadie. Sabría esconder bien adentro sus
temores y su angustia. Giacomo, comenzó
el camino y en el momento que lo hacía sintió una angustia tremenda, veía como
lo despedía su mujer con su hijita en brazos. Pero no era por ella ese
sufrimiento, porque en unos pocos meses, también partiría hacia la Argentina,
siguiendo sus pasos. La angustia de ese
momento era por abandonar el pueblo, dejar su familia y sus amigos. Y sobre todo, porque se daba cuenta que no
volvería más.
Se dio vuelta por última vez, el carro
tirado por un buey, que era conducido por un amigo, se sacudía para todos lados
al pisar las piedras del camino. Lo
llevaban a la estación de Isernia, de donde partiría hacia su viaje final. Levantó su mano derecha y saludó escasamente,
sin saber bien a quién, aunque lo hacía a todo y a todos. El calor lo acompañaba suavemente ese día,
pero no apretaba. Un leve viento, que venía de la montaña, lo moderaba. Miró a su
montaña de nuevo y con lágrimas en los ojos, vio que seguía conservando aunque
con con dificultad, la cima nevada.
“Dejar lo que es de
uno es muy doloroso, no por nada el destierro ha sido desde siempre un castigo
muy temido” pensaba, “Que tremenda situación,
que además de incertidumbre y tristeza, acumulaba bronca, por la injusticia de tener
que abandonar su lugar”. Y comenzó a sentir el miedo de perder hasta los
recuerdos. Sintió fuertemente, la necesidad
de guardarlos bien adentro, igual que a todas las historias vividas. Todas la
imágenes del pueblo y su gente, quedarían con él para siempre. Debería atesorar
la imagen de su padre, parado en la puerta de la casa, que con una mezcla de
pregunta no respondida y de orgullo, lo veía partir para siempre. Y luego su última mirada a la ventanita de la
pieza, donde escondida detrás de la vieja cortina, su madre lo bendecía con los
ojos llenos de lágrimas.
A Elizabetta, le
dolía mucho todo lo que estaba pasando, también
ella sufría con la idea de separarse de su familia, de su madre, de su
gente en general y de su pueblo. Cuando
el carro que llevaba a Giacomo, se perdió tras la primera curva del camino, corrió
hacia el fondo del terreno, y se detuvo debajo de su árbol. Un olivo, que aún no había crecido mucho y
que estaba sobre una pequeña loma del terreno.
Al fondo veía la montaña, que también era suya. A ese lugar solía ir en secreto a pensar, a
reflexionar sobre su vida y la de los suyos y allí también tejía sus sueños. Pero ese nuevo sueño de la emigración aún
no lo había comenzado a tejer, ni siquiera había devanado su lana. Se negaba a hacerlo, aunque sabía que lo
tendría que hacer y cada vez más pronto.
Ella también estaba
segura de que no volvería, Elizabetta pensaba llorando “¿Cómo haría allá lejos,
en una tierra desconocida, de la cual solo tenía algunos cuentos, que no hubiera
querido escuchar?, ¿Como sería vivir en una tierra lisa y plana, cercana al
mar, sin montañas?” Seguramente no
sería tan bueno como lo había dicho Giacomo, pero igual confiaba en él. Sabía que si había tomado la decisión
estaba en lo cierto, porque era un hombre serio, quizá demasiado serio y
callado, pero confiable. Un hombre que
no paraba de trabajar y en esos últimos tiempos la falta de ese trabajo, lo
hacía poner inquieto, molesto y hasta agresivo. Reconocía que para su bien y el de todos, lo
mejor sería marcharse de allí. Dejar lo poco que habían conseguido con dura
lucha y quedarse solo con algunas ropas, las mejores, las más sanas, hacer las
valijas y partir.
Aún quedaba un
tiempo para acomodarse a la idea, seguramente mas de medio año tardaría en
llegar el dinero, o los pasajes, o no sabía que. Pero faltaba tiempo, caminó hacia la casa,
se dio vuelta para mirar su árbol, como si ya se estuviera yendo y cabizbaja
siguió andando, miró por última vez el camino, por donde se había ido su marido
y que ahora estaba desierto y llevando de la mano a su hija, entró en la
casa. Se estaba haciendo tarde y tenía
muchas cosas que hacer.
Aquel viaje cambio
sus vidas, Llegaron a la nueva tierra, se instalaron, hicieron crecer la
familia, tuvieron más hijos. Fueron dueños de su vivienda, de su pequeña quinta
y también de sus caballos y sus carros.
Aunque la vida siguió siendo dura, amaneceres helados y húmedos, paleando
arena en la costa, para cargar esos enormes carros y llevarla a las construcciones
del centro. Al principio con algún peón
y luego con sus hijos mayores, así Giacomo se ganaba el pan.
Elizabetta, en la
casa y en la quinta, con sus verduras, gallinas, patos y algunos cerdos,
pariendo y criando hijos como se debía hacer.
La casualidad quiso, que en el fondo de la quinta hubiera un pequeño
árbol sobre una loma, que se parecía mucho al que había en su casa, allá lejos.
Aquel en el qua su sombra, había tejido tantos sueños y dejara tantas lagrimas
escondidas. Por las mañanas caminaba
hacia él sola y se quedaba a su lado sin saber, si debía o no seguir
escondiendo lágrimas, o agradecer al Señor su nuevo lugar en el mundo. Mientras, José, el menor de sus hijos la
miraba y lo guardaba muy adentro, para contármelo algún día. Luego preparaba el charré y salía a repartir
sus productos, llevando a su lado a José, ése que soñaba con torcer su destino y
que consiguió hacerlo, aunque solo fuese un poquito.
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