EL CANICHE Y EL PASEADOR - Rolando José Di Lorenzo - (Antologia de DUNKEN)

Juan, era un tipo grande ya, pero seguía siendo el paseador de perros del barrio. Algo lo mantenía atado a esa actividad, que tenía desde hacía muchos años. Generalmente eso lo hacían los jóvenes, pero él no sabía hacer otra cosa.  Su vasta experiencia lo capacitaba, según su propia opinión, para llevar muchos perros juntos, en paseos largos.
   Por esos días estaba paseando entre doce y quince perros y los llevaba a lugares donde no había mucha gente. El lugar ideal, según él pensaba, era una calle paralela a las vías del tren, donde había más árboles y pastizales al lado del alambrado que las separaba las vías de la calle. Era un  lugar poco transitado, pero más seguro para sus perros.   Muchas veces a la tardecita se sentía muy solo en ese lugar, pero igualmente siguió concurriendo.
   Entre los perros que llevaba, iba un caniche blanco, con el pelo enrulado y peinado de peluquería, que era de una señora muy elegante, que ocupaba un hermoso departamento que estaba en el 5° piso, del edificio mas lindo de su barrio y que él, consideraba su mejor cliente.   Pensando en ella, había soñado muchas noches con exquisitos romances, recorriendo paisajes hermosos, con hoteles de lujo, vestidos elegantemente. Una vida, que solo podía existir en su imaginación, porque era consiente que nunca dejaría de ser un pobre paseador de perros. 
   Ese día y durante el paseo, no dejaba de pensar en esas ficciones agradables, pero la situación fue cambiando y el día rutinario, comenzó a desarrollarse rápidamente como un día excepcional.  Una perra negra, vieja, muy dulce, de largo pelo, posiblemente muy cansada, se acostó en la vereda, negándose a seguir caminando. El resto de los perros y Juan, la esperaron todo lo que pudieron. Por último el cuidador, comenzó a tirar de la correa de Cacha: que así se llamaba la adormilada perra, para levantarla. De pronto todos los perros comenzaron a ladrar y a moverse alrededor de Juan y de la perra  que seguía acostada.  Entonces el caniche blanco, se abalanzó sobre la pierna derecha del paseador y lo mordió, muy fuerte y profundo, tanto que le hizo brotar sangre. El hombre asustado, se apresuró a levantarse el pantalón para mirarse, al hacerlo y sin saber, cometió un gran error. Los demás perros se fueron acercando, olieron, vieron, probaron la sangre y actuaron como los tiburones, se le arrojaron todos encima y en pocos minutos se lo comieron.  A continuación, se comieron las correas de cuero y cada cual se fue para su lado.  Solo dejaron del paseador, la cabeza, intacta, con los ojos bien abiertos, asombrados, como preguntando sobre todo lo ocurrido y su mano derecha, que sostenía la única cadenita de metal, que era precisamente la del caniche y que éste no se pudo comer.

   El perrito, aún atado a la mano inerte del paseador, se quedó al lado de los restos, mirando fijamente los ojos abiertos de Juan, tratando de interpretar su mirada muerta y sin moverse, como arrepentido.

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