EL VELATORIO - Relato corto - Rolando Jo´s Di Lorenzo

El  VELATORIO.

   Corría el año 1958, cuando sucedió: Esa mañana, llegamos todos juntos, con la maestra de sexto.  Estábamos medio asustados, era la primera vez,  entramos silenciosamente.     El lugar me pareció horrible; como las puertas estaban cerradas y no tenía ventanas, era lúgubre y había olor a flores.  Me hizo recordar a alguna película de terror que había visto, pero esto era peor, porque yo estaba allí.      Había muchas personas y casi todas conocidas, eran la gente del barrio y algunos extraños.    Todos estaban con las caras serias, algunos llorando, sobre todo las viejas del vecindario, esas que nos gritaban todas las tardes, cuando jugábamos a la pelota, o andábamos en bici. 
   En el fondo del salón, debajo de una gran cruz, estaba el cajón, sobre dos patas torneadas de madera brillante, con bronces y borlas doradas que colgaban a cada lado.     Las coronas de flores, esas que daban el olor rancio al lugar, colgaban de unos aparatos de caños cromados, la más grande de las coronas, tenía unas flores blancas que caían y casi se apoyaban en la cabeza del muerto.     Estábamos atemorizados y molestos, pero cuando lo vimos al dinamarqués; nos quedamos helados, estaba sentado debajo de una corona.
   Lo mirábamos en silencio,  nos parecía raro que llorara,ya éramos grandes, pero él lloraba en silencio.     Le corrían las lágrimas por las mejillas, estaba sentado al lado de su mamá y de vez en cuando volvía la cabeza hacia la derecha, miraba el cajón donde estaba su padre.   Cuando nos dijeron que teníamos que venir a este velatorio, conociendo a Juan y a su papa, me imagine que tendría un cajón larguísimo, angosto y largo, como era él, pero cuando lo vi, no me pareció tan largo, “¿Será que la gente se achica cuando se muere?” Pensé enseguida, luego puse atención en mi amigo, no sabía bien lo que podía sentir Juan.     Lo supe después, cuando luego de muchos años yo lo sentí y me di cuenta del sufrimiento de él, en ese entonces.    
Cuando estuvimos allí, no teníamos idea de lo que había que hacer.   La gente grande sabía bien como saludar, como decir alguna cosa, darle la mano o un beso al que llora, o está muy triste, pero nosotros ni idea.   De pronto, la maestra nos dijo que fuéramos  a abrazar a Juan, porque le haría muy bien y así lo hicimos, no fuimos todos juntos, pero tampoco de a  uno, fuimos de a dos o tres y cuando lo abrazamos se largó a llorar más fuerte, me dio tanta lástima que a mi también se me escaparon unas lágrimas.
   Pobre flaco y así de repente parece que fue, don Jensen la noche anterior se acostó como siempre y no se despertó mas, cuando se dio cuenta la mamá corrió a su dormitorio y no sabía cómo decirle.  Claro, ¿cómo le decís a un chico que el papá se durmió para siempre?, que no se levantará mas, que no se moverá, que no te acompañara mas al cole, ni te ayudará mas con la bicicleta.
   “Iba a ser muy duro lo que luego tendrían que pasar”, Pensé entonces, porque habíamos escuchado en varias oportunidades que estaban  bien, que no eran ricos. Las familias jóvenes, sin el padre, quedaban a la deriva (idea de mi madre y mi tía), a mí me daba miedo imaginar esas cosas.  Don Jensen había sido un chapista y pintor reconocido y con taller propio,  de golpe quedarse solo con la mamá, ¡qué problema!, problema para todo, porque ella no trabajaba, era como mi vieja, o la de casi todos los chicos del barrio, estaba siempre en la casa, laburando de mamá.   
   Nosotros, al rato nos fuimos con la maestra, volvimos a la escuela y mas de uno se puso contento, porque ya se había terminado el día de clase y justamente ese día, que teníamos un examen de matemáticas.      Matemáticas de sexto grado era difícil, bueno, para mi siempre había sido difícil, en todos los grados anteriores, pero ahora era mas bravo todavía, aunque a Carlitos, Alfredito y el mismo Juan, andaban bien con los números, era yo y alguno mas, como el Negro que teníamos problemas.    Aunque me daba cuenta entonces, que los problemas más grandes los tenía el dinamarqués.     Cuando salimos, a mi lado iba el Negro y también Carlitos, caminamos más callados que otros días.
   - Che – les dije – ¿y ahora como haremos con Juancito? –
   - ¿Porque? – Contestó el Negro – ¿Él va a ser el mismo, no?
   - No creas  -  dijo en voz baja Carlitos – no se si podrá salir a jugar como antes, o que le pasará a él y a su mamá.
   - Eso quería decir yo, las cosas no va a ser iguales  - les dije preocupado – En una de esas hasta se van del pueblo, porque ellos no eran de acá.
   - Si, ya se – contesto el Negro – creo que son de un pueblo cerca de la capital, pero lo más seguro es que todo siga igual.
   Al mismo tiempo creo que todos pensamos: “ojalá que todo siga igual”, pero no sé, a mi me daba mucha lástima y un poquito de miedo también, de solo pensar que a mí me pasara lo mismo.       Me propuse para el día siguiente, ir temprano a verlo,  antes de ir a la escuela, en una de esas, le ayudaba un poco estar con un amigo.   
  Tal como lo había planeado, un rato antes del cole, pasé por lo de Juan.  La mamá con una cara seria y muy triste, me hizo pasar y me pidió que lo esperara allí, que ella lo iría a buscar.  Al rato apareció el grandote, que ahora parecía más chiquito, estaba, apichonado pobre, como cuando te meten tres o cuatro goles y vos sos el arquero y de eso puedo hablar con autoridad.
   - ¿Juan, vas a ir al colegio? – le tire esa pregunta, porque la verdad, es que cuando lo vi venir, no me salían las palabras, pensé: ¿que carajo le podes decir a un amigo, al que recién se le ha muerto el padre?, no me salió nada mas, me quedé mirándolo seguramente con cara de boludo, porque así me sentía yo en ese momento, “para que mierda habré venido”, me repetía por dentro-
   - No se, Mamá me dice que tengo que ir, pero que lo decida yo, no sé, no sé que hacer – Me respondió con cara de preocupación Juan
   - Yo tampoco  - me salió una boludez, pero era lo único que había en mi cabeza en ese momento -  ¿Viste a alguno de los otros chicos? – otra pavada
   - No, recién me levando – me contesto con cara triste, tan triste que se pusieron los ojos rojos y comenzó a llorar, en silencio, como en día anterior en el velorio.
   Para que habré venido,  pensaba: ¿que hago ahora?  ¿Qué le digo?  Entonces le acerque la mano al hombro y de a poquito le apoye el brazo en su espalda y allí fue peor, se largó a llorar fuerte y se sacudía como si tuviera tos,  por suerte la mamá lo escuchó y salió de la cocina corriendo y casi pasándome por arriba lo abrazó con fuerza y le daba besos en las mejillas y le decía:
  - Llorá hijo, llorá tranquilo que eso te va a hacer bien – y mirándome ella también con lagrimas en los ojos, siguió diciéndole – no tengas vergüenza, es tu amigo y vino a estar con vos.
   Juan lloró un rato más, luego se dio vuelta y un poco avergonzado me hizo una sonrisa, quizá la primera sonrisa en dos días y me hizo bien.   Sentí en ese momento, que a mi también me confortaban las palabras de la mamá, había reconocido el gesto.      Se dio cuenta de que lo que estaba haciendo, era bueno y eso fue muy importante, me marcó creo que para siempre, porque cuando hago algo por alguien, sigo recordando esa escena, esa mujer dolida y angustiada, besando y abrazando a su hijo.        Todo eso hizo que comenzara a sentir más la amistad y que siguiera creciendo en mí, ese valor con el tiempo.
   Desde ese día el dinamarqués se hizo casi inseparable de mi, los demás chicos se le fueron acercando de a poco y lo trataban con mucho afecto y con los días todo se fue calmando.     Nadie seguramente se olvidaría de esos hechos, había sido el primer velatorio acompañando a un amigo,  la primera vez que sentíamos la tristeza y la angustia en carne propia y se aclararon de golpe muchas cosas: nos dimos cuenta de que los padres se pueden morir, que se puede sufrir mucho aunque uno sea chico y que el futuro puede ser incierto.    
   Luego de un tiempo, comenzamos a hablar con Juan mas libremente de lo sucedido, me contó muchas veces, como extrañaba al viejo y me dijo una cosa, que luego con los años me pasó también a mi: que cuando se miraba en el espejo, buscaba enseguida esos rasgos y gestos que él sabia que tenía de su padre y verlos allí, lo hacía sentir mejor.   No estaba tan solo.


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