UN HOMBRE SOLO
UN
HOMBRE SOLO
Para Frank, no era una novedad, ya le había pasado
dos o tres veces, o más, ya ni se acordaba. Un hombre viejo, ha pasado por
tantas, que la contabilidad se va desgastando hasta perder el sentido. A quien,
de todos modos le importaba lo que a él le pasaba y le había pasado en su vida,
para que llevar los números de las perdidas, si todo lo que tenía, todo lo que
le quedaba, lo tenía a la mano. Pero los recuerdos, son los recuerdos y él
jugaba con ellos:
¡Nombres!…nombres, ya no los retenía, o quizá era
parte del juego. ¿Nombres que ya ni recordaba? Con todas había sido igual.
Enamoramientos repentinos, flechazos al corazón, pero con flechas que no se
prenden, que ni bien las tocaba se salían.
Cuanto añoró conseguir esos amores, que hacen que luches contra el peor
de los vientos, esos que no se ahogan con las olas de una tempestad, que
soportan el calor tórrido del desierto al mediodía, o la noche helada de plena
luna de las estepas. Y gracias a Dios lo tuvo al fin, Julia fue el milagro.
Pero no era para todos eso, solo para los elegidos,
algunos tipos especiales, que eran tocados por la varita magina de algún hada
buena. Los demás quedaban vacíos, muchas
veces engañándose, pero al final vacíos, cuando todo se revelaba.
Sentado en una silla de su patio, con una pequeña
mesita a su lado, al atardecer de un día
de verano. Solo, solo con su trago en la mano, que ya era algo, y dando vueltas
por allí, algún que otro pájaro, que lo distraía unos segundos. Sobre todo,
cuando el gato amarillo, del algún vecino, los corría inútilmente, porque ya
estaba gordo y viejo, así como él. Estaba todo abandonado, las macetas con las
plantas semi secas. El poco césped que quedaba, estaba quemado por el sol y
ansiaba el agua que antes todos los días Frank le brindaba. Pero todo había
cambiado, ni los pocos árboles que
había, daban sombra. Sentado allí
pensaba y recordaba, aun sabiendo que eso no le hacía bien, que recorrer esos
senderos guardados en su memoria, era algo que lo agobiaba. Pero parecía que
las puertas se abrían solas, esperando por él.
Alba fue lo mejor que tuvo entre sus brazos, la más
hermosa, la más tierna. Era luminosa, como su nombre. La primera luz del día,
la más joven, cuando los dos eran jóvenes, cuando los árboles se llenaban de
flores y el almendro los aventajaba a todos. Cuando el invierno se iba
lejos. Así era Alba y así fue él,
corrían como chicos por la playa, se corrían uno al otro, caían envueltos en un
abrazo largo, que deseaba ser eterno. Y duró mucho, pero no fue eterno, porque
nada es eterno, quizá solo la muerte lo sea. El hombre solo, levantó la cara y
miro hacia el cielo, sin importarle el brillo hiriente del sol, entrecerró los
ojos y buscó profundo en su mente. Alba
había sido la misma juventud, por eso se terminó, cuando crecieron se acabó. Sin
darse cuenta ninguno de los dos, un día habían crecido, pero no juntos. Habían
crecido desiguales, o en direcciones distintas, no lo supieron, porque no lo
investigaron, no se investiga en la juventud.
Se siente, se viven los principios como si fueran finales, con el
corazón en llamas, con el cabello al viento y las manos vacías. Porque no hacen
falta armas, para enfrentar la vida y vivirla, vivirla a fondo, hasta
morir. Juntos hicieron de la pequeñez un
gigante, de la pobreza una cima de oro. Pero fue la juventud, fue el fuego y la
fuerza, el alimento de esos días, el alimento de ese amor.
Frank, se levantó silencioso, tambaleante, caminó
hasta la cocina, se sirvió otro vaso de vino blanco, con mucho hielo y volvió a
su lugar, que ya estaba quedando en la sombra, porque la tarde estaba ganando
la batalla cotidiana. Pero seguía haciendo calor, mucho calor. Cuando se hubo acomodado, apoyó el vaso en
la mesita y se metió de nuevo dentro de él, pero no tan profundo, no era tan
lejano el recuerdo de María.
Ella fue la dulzura, la calma, la brisa de la tarde
de primavera, que mecía las flores de su jardín. La llovizna generosa que
preñaba la tierra lentamente, pero calando hondo, como lo había hecho en su
corazón. Todo fue distinto, los días más
cortos, con atardeceres rojos y callados. Y sus noches, sus noches de luna
llena, de roció fresco, que dibujaba puntos de plata sobre los pétalos de las
rosas. Todo tenía otro color, tonos más bajos y profundos y la música dejó de
ser estridente, sonaban los violines y los celos y los saxos eran sensuales y
susurrantes. Caminaron juntos un camino
llano y largo, se abrazaron a la sombra de los robles, se besaron bajo la luz
de los faroles de los castillos. Fueron cuidadosos, habían aprendido a luchar,
a pelar cada día de frente, pero juntos y hacia adelante, más cerebro que
corazón, porque ya no estaba en llamas y el viento era otro en sus cabellos y
las manos no estaban vacías. Ni nunca más lo estarían, porque ahora sabían,
eran conocedores de los senderos del amor. No se sorprendían fácilmente y el
asombro había muerto.
No tenía ganas de levantarse de nuevo y ya se
acercaba la noche, fue entonces que lo invadió el recuerdo de Julia. Ella había estado con él, hasta que pudo. Fue
la manta que lo cobijó en el invierno en que vivía, todo lo hacía por él y para
él, giraba a su alrededor, como la Luna a la Tierra, siempre dándole la misma
cara, su cara hermosa, bondadosa y servicial. Julia lo esperaba y lo mimaba,
siempre alentándolo, siempre apoyando sus ideas y proyectos. Pero sobre todo
fue la madre de Wendy, esa niña, mujer ahora, que era su vivo retrato. Julia
era Wendy y Wendy era Julia. Las dos los seres más queribles que Frank hubiera
imaginado. Ya era grande cuando fue padre y cuando perdió la esperanza, fue Julia
la buscó y se la trajo de nuevo y con palabras amorosas lo convenció de que
siempre hay tiempo. Que hay tiempo para todo, sobre todo para ser padre y así
fue, ella lo sabía. Frank siempre creyó que Julia lo sabía todo, porque actuaba
como si eso fuera verdad. Ella fue la vida misma, hasta que la vida la
abandono, larga y tristemente, se fue sonriente y mirándolo enamorada, Aunque a
él le parecía que ella aún estaba por allí y esperaba encontrarla detrás de
cada puerta, o al final del pasillo, en la habitación, ya no estaba desde
hacía más de un año. Julia fue así.
Frank se levantó, porque ya estaba refrescando, era
raro después de un día de tanto calor.
Entró en la casa, se dirigió al comedor, buscó en el aparador unas hojas
de papel y un bolígrafo, se acomodó en la silla y comenzó a escribir:
“Querida Wendy.
Sentí deseos de contarte cosas y sé,
que esta es la mejor forma, el teléfono es demasiado rápido para mí. No pienso entretenerte mucho, porque se lo
ocupada que estás, ¿seguís corriendo de aquí para allá, como de costumbre? Me
impacta verlos a ustedes los jóvenes, tan ocupados y seguro que yo también lo
estuve en algún momento, aunque no creo que tanto. Ahora apenas el tiempo me alcanza para ir a
la mañana al club y encontrarme con Pocho y Beto, que están más viejos que yo,
jajaja y eso sí que es mucho decir. Compartir con ellos esta nueva etapa de mi
vida, me da un poco de felicidad. Pero no te escribo por eso, de repente me
vinieron ganas de sentirte cerca. Y fue luego de recorrer los vericuetos de mis
recuerdos y terminar como siempre, en los mejores momentos de mi vida, Julia y Wendy, ella y vos y vuelvo a
agradecer al Señor que me lo permitió.
No tengo mucho para decirte, después de la última vez que nos vimos, no
creo haber hecho nada importante como para contarlo (aquí me hubiera dicho tu
madre “todo lo que hacés es importante” ¿No es cierto?) Mi chiquita, Aquí, Todo está bien.
Te quiero mucho, Papá”
De: Rolando José DiLorenzo
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