¿CUANTAS VECES TE MATÉ? Cuento corto
¿CUANTAS VECES TE MATÉ? — Rolando José Di Lorenzo
Él
siempre fue mejor que yo, me canse de soportar sus triunfos. Además, alto,
rubio y con esa sonrisa sugestiva y conquistadora; todo le había tocado a él.
Un tipo con esa estampa no debería ser bueno en el futbol, él lo era, igual que
en el básquet, o al tenis o a la bolita. Por eso, dediqué mi vida a encontrarle
las grietas, los defectos, los odios, todo, no dejé pasar nada. La primera vez que lo maté, fue cuando
con engaños lo llevé por el tortuoso camino que lleva al río, allí, debajo del
viejo puente, conseguí mostrarle a su ídolo, su engañoso hermano mayor, drogado y a los besos y
abrazos con su mejor amigo. No daba crédito a sus ojos, me miraba con odio,
pero no podía sacar la vista de la escabrosa escena, se tapó la cara para
llorar sin que lo viera, pero yo estaba allí a su lado, viéndolo.
El tiempo no mejoró mucho la situación,
siguió siendo el mejor, aunque un poco menos
puro y mucho más desconfiado. Una
noche, aprovechando una salida con amigos, lo aparté del grupo y lo llevé hasta
una ventana mal cerrada que conocía de memoria y que unas horas antes, había
terminado de forzar. Por las rendijas le hice ver quien era el padre, un
borracho perdido, envuelto en lujuria con tres putas. Y lloró por segunda vez a mi lado, solo que no
se tapó los ojos y que lo maldijo de mil maneras y hasta pensó que merecía el
peor castigo. Habló de la santa madre
traicionada y otras tantas estupideces que le tuve que escuchar.
Pero tampoco nos cambió mucho la vida. Cierto
es que ya no era aquel sonriente y bello rubio, que ahora tenía una sombra en
su mirada, hasta se parecía un poco más a mí.
Pero siguió siendo el mejor. Y
fue la tercera vez que lo maté, cuando le mostré a su novia, Lili, esa chica sí
que era bella, en brazos del fanfarrón del barrio, revolcándose detrás del
garaje y a los suspiros y risas. Solo que esa vez no lloró, me miró con odio;
como siempre no dijo nada pero se le oscurecieron los ojos y perdió el dorado
de su cabello, emitió un corto bramido de bestia herida y se fue de allí sin
emitir palabra, pisando la tierra con fuerza.
Y desde entonces se fue asemejando en todo a mí, hasta ser iguales,
hasta ser yo, solo yo.
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