La cena
La cena —
Rolando José Di Lorenzo, Ada Inés Lerner & Luciano Doti
El hombre con una sonrisa siniestra revolvía
con una larga cuchara de madera el guisado que bullía en la enorme cacerola.
Estaba solo, como bicho canasto, aunque don Hilario sabía que en poco tiempo
irían llegando los comensales, que eran muchos. Con la larga cocción los
elementos que componían la receta se iban disolviendo, pasando a hacer una
crema, más que un guiso. Estaba seguro que igual les gustaría; sus parientes
eran todos iguales, cuando había comida gratis, se agolpaban a la mesa y no
prestaban mucha atención a lo que se les servía, solo comían y no apartaban los
ojos de las fuentes, tratando de conseguir un segundo plato antes que el otro.
No podía dejar de sonreír, a pesar de que con las vueltas algunas salpicaduras
le enrojecían la piel de las manos. Se imaginaba a Pocho llevando la cuchara a
esa bocaza que le ocupaba casi toda la cara, o a la Chona mordisqueando los
trocitos de carne con sus brillantes dientes postizos; ni hablar del Petiso que
en puntas de pie sería el primero en mirar dentro la cacerola, nada más que
para ver si había suficiente. Y había por demás. Cuando todos se hallaban
alrededor de la mesa les sirvió a uno por uno, e incluso les prometió doble
ración si se quedaban con ganas de seguir. Mientras comían, el dueño de casa y
cocinero servía abundante tinto en todos los vasos. Y a cada rato metía el
cucharón en la olla, por si algún plato quedaba vacío. —¿Vos no comés? ¡Tanto
trabajo! —insistió la Chona— ¿Y no vas a probar un platito? —Vamos, Hilario,
háganos el honor, siéntese a la mesa —dijo el hermano del Pocho —Les voy a
acompañar con un tinto —los ojos enrojecidos de Hilario y el hablar tartamudo
no dejaban lugar a dudas: ya había festejado varias veces, y aunque era hombre
silencioso, espetó— ¡Un último brindis por la Carmencita! Carmencita se fue
anoche para el pueblo de su madre, está enferma la pobrecita y la fue a
acompañar —Hilario se chupó los mocos y agregó:— Era una santa la pobre
Carmencita. —No me llore, Hilario, ya va a volver su Carmencita —dijo el Pocho—
un ejemplo de hija, comprendo lo que sufre compadre. —La madre es la madre, qué
se le va a hacer —decía el Petiso un poco amoscado porque la olla iba quedando
vacía. En eso golpearon fuerte la puerta: —La policía, abran, la policía —todos
siguieron comiendo, no vaya a ser que nos vengan a manguear. El Pocho que
estaba más cerca abrió la puerta. —¿Qué pasa, suboficial? —dijo Hilario— No
queda mucho, pero una damajuana siempre se reserva para la autoridad. —Buscamos
a la Carmen Silvestre —El suboficial se negó a beber y el cabo no tuvo más
remedio que quedarse en el molde. —La Carmen se fue para el pueblo de Cordero
Tuerto, ande vive la madre —dijo Hilario. —Eso no está muy claro, hay otras
versiones. —Si yo le digo que se fue ahí, es así, no me discuta. —No es que le
quiera discutir, don Hilario. Pero es muy sospechoso que también haya
desaparecido el negro Urueña… No me mire así. —¿Qué insinúa? —Vamos, que yo no
insinúo nada. Esos dos pasaban mucho tiempo juntos. Hilario hizo un gesto dando
a entender que no quería discutir, como que no valía la pena. El policía acotó:
—Acá afuera está la madre, con buena salud. Todos miraron a Hilario, que no se
despegaba de la damajuana, queriendo tapar con alcohol lo que ya sabía. En ese
momento en que la verdad empezaba a ser conocida por todos, esa verdad se hacía
más verdadera. —Maldito Urueña —dijo Hilario, entre solllozos, y bebió otro
vaso de tinto, un poco a la memoria de su hija.
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