RELATOS QUE INTEGRAN EL LIBRO: CIEN PAGINAS DE AMOR

EL FUEGO DEL ODIO Rolando José Di Lorenzo

Cuando se encontraron, se miraron fijo. Ninguno de los dos quería bajar la vista. Ninguno iba a perder la partida. Muchos recuerdos oscuros, habían matado los buenos momentos. Estaban engañados, dolidos, rencorosos. Se seguían mirando, penetrando sus pupilas, traspasando los colores. Tantas cosas para reclamar, tantas otras para vengar. Solo eso quedaba entre ellos. No bajaron la vista y a cada instante, las miradas eran más duras. Afiladas y resplandecientes dagas salían y penetraban sus ojos. Y así siguieron  y con  el fuego del odio, se fueron fundiendo. Y la materia derretida, se iba amontonando en el piso, como una mermelada. No supieron hacer otra cosa, más que una mermelada roja de corazones muertos.

MIGUEL Y ELENA  —Rolando José Di Lorenzo

   Miguel era un soñador empedernido que vivía  al margen de la realidad y Elena lo tomó por sorpresa esa mañana. La conocía, era inteligente y fría, de una belleza extraordinaria. Lo sabía aunque siempre la tuvo lejos, como algo digno de observación, pero todo cambio en un segundo cuando ella se dio cuenta que él existía. Elena se sintió profundamente conmovida al ver a ese muchacho deformado y flaquito, con una notoria cifosis, que caminaba lentamente, siempre mirando hacia abajo, saliendo de una casa vieja. Miguel se dio cuenta en ese momento que ella lo había descubierto y sintió que le corría la sangre por la venas, un estallido de adrenalina lo embargó, todo era nuevo y esplendido. Ella se le acercó y sin más le preguntó acercando su boca sensual a su enorme oreja:
— ¿Me podrías decir si vive todavía aquí un Sr. Carballo?—  Miguel se esforzó en levantar la cabeza para tratar de mirarla, nunca la había tenido tan cerca, sentía su perfume y se perdió en sus ojos negros, se aferró al marco de la puerta porque se caía, casi no podía articular palabra, le ardía la lengua cuando le dijo:
—Te amo Elena —su voz sonó imperceptible y temblorosa, ella no tuvo más remedio que decirle, ya con tono frio e impaciente:
—Perdoname no te escuché —El, ya recompuesto, se apoyó en la pared y mirándola como pudo, contestó:
—No, se mudó hace unos días.

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