48 HORAS - DE ROLANDO JOSÉ DI LORENZO
Guillermo, caminaba con paso firme, como marchando.
Había sido un soldado y eso no se olvida (siempre lo decía) aunque no iba tan
firme por la vida. Siempre lleno de dudas y disconforme con todo lo que lo
rodeaba. “Hubo una época en que todo era mejor, más limpio, más ordenado, más
puro” decía a sus pocos amigos; sobre todo cuando escuchaba música, o veía
imágenes de otra época. Era indudablemente, un tipo fuera de época, decía haber
nacido en el tiempo equivocado,
seguramente una broma de la vida, o quizá una prueba. Tenía una estampa marcial, aunque nunca había
estado en ninguna guerra, hablaba sobre los actos bélicos del pasado como si
hubiese estado allí. Atrapaba a todos
con los relatos de las dos grandes guerras y muchas veces pronosticaba que se acercaba
una tercera. Sus argumentos se basaban
en que cada día estábamos más permisivos y los corruptos iban tomando todos los
poderes de este desgraciado mundo, en el que les tocaba vivir. Daba
escalofriantes discursos en la mesa del bar, sobre los traficantes de armas,
ladrones de petróleo, usurpadores de tierras productivas y el futuro de las
luchas por el agua pura. Estaba aterrado además, con el tráfico de drogas y con
el avance sobre los chicos en las escuelas. Muchas veces los había asustado con
sus teorías. Fuera de los temas apocalípticos, era como un pez fuera del agua.
Se ponía a escuchar respetuosamente las conversaciones, participando
amablemente con alguna que otra sonrisa, o gestos de asombro o aprobación.
Hacia lo que podía. La que no necesitaba entenderlo ni aguantarlo, era
Doris, ella estaba perdidamente enamorada. Todo lo que él hacía era lo correcto
y lo mejor para cada momento.
Ella era una diminuta y bella mujer. Dulce,
frágil y pacífica, quizá lo que él necesitaba, para balancear sus ideas y
comportamiento. Lo acompañaba siempre mirándolo con admiración y gozando con
sus parlamentos, aunque no pensara igual en todo, o mejor dicho en casi nada.
Era su mujer, ella lo había decidido hacia mucho, quizá cuando lo vio por
primera vez en la escuela primaria. Él era su destino (decía graciosamente) juntos
de cuna a tumba. A pesar del pesimismo de él, llevaron adelante su vida en
pareja. Tuvieron una hija Adelina, el remanso en la vida de Guillermo. Y fue entonces cuando comenzó a construir una
barrera defensiva y así encerrarse con sus dos amores.
Un martes a la mañana, al viejo Alfonso, detective
a punto de jubilarse; estaba transitando el último mes de trabajo, le llamó la
atención el crimen de un vendedor de droga de poca monta, que había sucedido la
noche del lunes en su barrio. Le habían destrozado la cabeza con una baldosa de
la misma vereda donde lo encontraron tirado. El conocía al muerto y a su
actividad, pero no había tenido aún oportunidad de acorralarlo. El sistema de
la policía en esos momentos era accionar sobre los importantes, descuidando a
los vendedores callejeros, que nada sabían de los dueños del negocio. Le pidió a su jefe, que lo dejara investigar
el caso y como lo apreciaba mucho, lo autorizó, aunque le advirtió, que no
valía la pena perder mucho tiempo con ese delincuente insignificante. Cuando sucedió el segundo caso de muerte, a
escasas cuadras del anterior, la noche del mismo martes, se metió de lleno en
el asunto. Salerno, que era el nombre de la víctima no había muerto en el acto,
a pesar de tener más de diez puñaladas en el torso y en el abdomen. El policía que estuvo a su lado en el momento
final, le relató al detective, que lo escuchó decir; entre escupidas de sangre
y dolorosos quejidos, que lo había agredido un tipo alto y robusto y que
mientras lo hacía, le gritaba al oído: “Por Adelina…Por Adelina”. Alfonso, se
dio cuenta que al asesino, no le interesaba permanecer en el misterio. Estaba
cumpliendo una misión, quizá una justiciera misión que se había impuesto, en
venganza de un ser querido. Su tarea, tal vez la última, seria descubrir quién
era ese tipo. Esa misma noche, lo llamó
su jefe y muy preocupado, porque habían encontrado a otros dos hombres muertos
y que estos trabajaban para Salerno.
—Como el caso se
está complicando — le dijo—No tengo más remedio que poner a trabajar junto a vos,
a dos investigadores más.
Le
molestó bastante al viejo, esta decisión de su jefe, pero no la discutió. Él
igual seguiría por su lado y estaba seguro que encontraría antes que ellos al
responsable. Esa misma noche y la mañana del miércoles siguiente, anduvo por el
vecindario haciendo preguntas.
Averiguando en hospitales y otros centros de salud, hablando con los agentes
del barrio y por último se entrevistó con un viejo soplón, que lo había ayudado
en muchas oportunidades. Sin decir nada
a nadie de su investigación, se dirigió a la casa de Guillermo. Estaba seguro
de que era el asesino, pero sentía la necesidad de hablar con él. Aunque imaginaba la respuesta, le quería
preguntar porque había actuado por su cuenta. Porque no había confiado en la
justicia. Le pareció ridículo, tocar el timbre como si fuera un cartero y no un
detective, pero conocía mucho a la gente y estaba seguro que el hombre ya había
cumplido su misión y estaría esperando que lo vayan a buscar.
El aspecto que tenía era lamentable, la
camisa desprendida y arrugada, los pantalones sucios igual que los zapatos y
sobre todo su cara, los ojos hinchados, los pelos revueltos. Abrió la puerta y
como si se hubiera dado cuenta de quién era el que llamaba, dejó caer los
brazos y le dio paso, con la cabeza gacha. Caminó delante de Alfonso y se dejó
caer en un sillón cercano a la ventana y luego de un largo suspiro le dijo:
—Los estaba
esperando…estoy muy cansado— cerró los ojos y quedo quieto en el sillón.
—Soy un policía
a punto de retirarme —dijo al viejo tranquilamente— y me llamó la atención el caso, por ese motivo
investigue y aquí estoy. Me intrigó que un hombre común, un hombre de su casa,
haya cometido esos crímenes. En realidad solo vine para hablar con usted, para saber
que pasó, antes de detenerlo— El detective se sentó en una silla, que estaba al
lado del sillón que ocupaba Guillermo. Y continuó diciendo:
—Siempre me
consideré un poco más rápido que mis colegas investigando, quizá solo media
hora de ventaja y ese será el tiempo que tendremos para hablar.
Sin levantar la cabeza, Guillermo le dijo con
una voz ronca y lastimera:
—Yo hasta hace
dos años era un tipo feliz. Tenía la mujer que amaba, la familia que había
soñado y de pronto todo cambió. Mi hija
Adelina, a los doce años comenzó a drogarse. A la salida de la escuela, en el gimnasio,
en la vereda de mi casa. Todo parecía una novela fantástica. Médicos,
psiquiatras, sicólogos, todos opinaban y nadie se ponía de acuerdo. Todas eran
teorías, pero nada hizo cambiar a mi niña. Al poco tiempo mi esposa Doris,
enfermó del corazón, vivía tan angustiada o más que yo. La pobre necesitaba
tranquilidad, contención, paz. Pero nuestra vida se había convertido en un
torbellino permanente y ninguno de los dos creímos Adelina se iba a salvar— El
hombre seguía mirando hacia abajo, levantó los brazos y con sus grandes manos
se abrazó la cabeza, luego de un rato, lo miró al policía y siguió con su
relato—Una noche volviendo a casa la vi, teniendo sexo dentro del auto de esa
basura y solo tenía trece años. Imaginé que como recompensa tendría su
paquetito de droga. Me retiré horrorizado, para que no me vea. Sentía
vergüenza, rabia, odio. Todo a la vez.
Pero me contuve y al día siguiente volvimos a hablar con ella, seguimos
con los tratamientos, pero todo inútil. Al poco tiempo la encontramos en su
dormitorio. Tirada en el piso como muerta. La internamos y allí sigue. Una muerta
en vida. Le quemaron la cabeza. La semana pasada mi mujer no aguantó más, su
corazón no la pudo acompañar. Cuando volví a casa luego del entierro, ya tenía
claro que lo que iba a hacer—Levantó la cabeza y miró a Alfonso con frialdad,
sus ojos se habían tornado de acero y se detuvo unos momentos.
El detective aprovecho el impase, para hacerle
notar que debería haber recurrido a la policía. Guillermo no lo dejó terminar y
le dijo:
— ¿Que denuncia
podía haber hecho? Presentarme ante ustedes y decirles que mi hija estaba
internada por una sobredosis…o que mi esposa había muerto de un infarto… ¿qué
me hubieran contestado? No señor, ni me
hubieran tomado esa denuncia. Lamentablemente en esos momentos se está solo. No
podía dejar que esa lacra siguiera viviendo y hundiendo en el barro a otros
chicos. Yo sabía quiénes eran y eso fue suficiente. Quise limpiar el barrio y
lo hice. No sé si me siento mejor o no por haberlo hecho, pero ya está—volvió a
dejar caer la cabeza y aflojo los hombros. Estaba derrumbado.
Alfonso, pensó con tristeza e indignación: <> Luego se puso de
pié, miró por la ventana y le dijo:
—Tendría que
arrestarlo, ponerle las esposas y llevarlo a la comisaria; pero veo que ya han
llegado mis colegas y se lo voy a dejar a ellos. Ya es casi de noche y yo
también estoy cansado.
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