Gente en la playa—Rolando José Di Lorenzo, Vladimir Koultyguine& Ana María Caillet Bois
El sol salió en un
cielo limpio, ni una nube impedía que sus rayo cayeran libremente y aumentara
la temperatura del piso y el ambiente. El verano estaba a pleno, mucha gente
invadía la playa; su playa, por eso estaba molesto. No podía caminar libremente, la gente ponía
las sombrillas y carpas en cualquier lugar, las lonas, los bolsos, las pelotas
y de paso los perros, que corrían entre la gente que no sabía cómo
acomodarse. Los chicos gritaban como
locos saltando entre las olas. Era un
verdadero loquero, todo esto lo desencajaba a Adolfo que no sabía cómo sentarse
en el pequeño pedacito de arena que había encontrado libre. Estuvo sentado unos
cuantos minutos, pero no aguantó más, se levantó y comenzó a caminar dando
gritos intimidantes, moviendo los brazos y dando saltos.
Y hubo todo de nuevo:
madres recogiendo sus hijos e hijas diciendo que “es un loco, es un idiota, te
va a hacer daño”, guardias mirándolo de reojo y algún que otro diciéndole que
dónde estaba su madre, y la arena, la inmensa arena que resplandecía en el sol.
Solía estar aquí por
las tardes, cuando el calor y la luz se iban, poco a poco, dejando lugar al
suave brillo de la luna. Pero de vez en cuando, como este maldito fin de
semana, prefería cambiar la confortable luna por el desafiante sol.
La experiencia siempre
daba lo mismo: el escándalo, la soledad y la humilde retirada. Hoy, no quiso
continuar así. Era su playa, ¿no?
El sol jugaba sobre el
agua, haciendo música en los rostros de las personas que ni se daban cuenta de
la locura de Adolfo que iba aumentando con cada paso que daba. La felicidad
ajena lo ponía más furioso, en un tiempo la playa había sido para él solo y se
acostumbró a no compartirla.
¿Habrá una puerta para
cerrar la playa?
Adolfo reflexionaba y
su pregunta no tenía respuesta. De
pronto, cerca del mediodía comenzó a oscurecer, la luna iluminó el día, la
lluvia seca se elevó hacia el cielo, el viento paralizó la arena de la
playa, los hombres, grandes y
chicos volaron como barriletes flotando
a la altura de las nubes, mientras los pájaros
hacían castillitos de arena.
Adolfo era el único
ser que quedó sentado solo mirando con los ojos desmesuradamente abiertos como
el mundo se daba vuelta patas arriba.
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