EL HADA BAJO LA LLUVIA - Cuento que integra el libro EL MARTILLO DE JOSÉ
EL
HADA BAJO LA LLUVIA
La
rosa, mostraba orgullosa sus últimos pimpollos, aunque el frio y la lluvia del
otoño, le marcaban el fin del ciclo cada mañana. Ella había quedado sola en esa lucha con el
tiempo, pero la diferencia con Joaquín, era que ella sabía que volvería dentro
de poco, la próxima primavera, en cambio él, ya no podría volver. Miraba Joaquín el paisaje conocido de su
jardín, detrás de los vidrios mojados de su ventana, con las manos en los
bolsillos y la mirada perdida, entre las gotas que resbalaban por el vidrio
hasta el marco de madera y el verde amarronado de las hojas del fresno, que
habitaba el final del terreno. Las
notas perdidas de un piano, que solo él escuchaba con los oídos de su memoria,
le traían los recuerdos que tantas veces se negaba a recorrer. Eran sus notas, pero más eran las de ella,
porque siempre, todo había sido de ella.
Mirando la lluvia de ese día, sin querer lo invadieron los recuerdos y
fue precisamente en el principio donde recayó. Aquel principio de su vida, de
sus vidas, que ahora sentía tan lejos, desde la muerte de Lili.
Muchos
años atrás, él corría debajo de la lluvia, tratando de mojarse lo menos
posible. Estaba lejos de su casa, de pronto se detuvo
debajo del toldo de un pequeño bar, que si bien conocía de pasar casi todos los
días por allí, no había entrado nunca.
El toldo de lona verde lo protegía de la lluvia y como no paraba, se
sentó en una mesita, allí mismo, afuera, encendió un cigarrillo y mientras
esperaba el café que pidió, la vio pasar.
Al principio la miró como a tantas otras cosas de la calle, que se
ocultaban detrás de las gotas de lluvia, pero de pronto algo le hizo notar su
presencia, quizá su altura, su cabello suelto que se pegaba a su cara por culpa
de la lluvia y enmarcaba su belleza fresca.
O su actitud de caminar tranquilamente bajo el agua, sin correr
vanamente. Esa mañana se produjo en
él un cambio, que no lo notó inmediatamente, pero que lo fue marcando poco a poco.
Se le fue haciendo costumbre concurrir a ese bar, le quedaba de paso,
entre su casa y su trabajo, además tenía buen café. De todas formas siempre miraba interesado
hacia la esquina donde aquel día, apareció la chica más impactante que había
visto en su vida. El tiempo había
transcurrido, como normalmente lo hace y él ya había dejado de concurrir al bar
con ese objetivo, solo el buen café y un rato de descanso, lo hacían cliente de
allí. Hasta que un día de lluvia, muy similar a
aquel otro, la vio venir del mismo lado, no había pasado tanto tiempo, ella
estaba igual, andando tranquilamente
bajo la lluvia, solo que esta vez andaba en bicicleta, un bicicleta digna de
ella, de color blanco, con protector de polleras y un canastito adherido al
manubrio. Elegante, erguida, sin mirar
a los costados, segura de sí, solo miraba al frente, la lluvia en la cara no le
molestaba, se diría que la acariciaba, su cabellos no había cambiado tampoco,
el color, ese color a almendras maduras, que él imagino, igual al de sus ojos. No pudo hacer nada para hacerse notar,
tampoco podía salir corriendo detrás de ella, llovía mucho, pero además, no
alcanzaría la bicicleta, que ahora se perdía por la avenida llena de autos. Era una especia de hada de la lluvia, era
su hada privada, incluso miró hacia los lados, para corroborar si había alguien
con él, pero no, estaba solo.
Se tendría que conformar con eso por ahora, pero no perdía la esperanza
de encontrarla algún día, se decía a si mismo que la próxima vez que pasara se
tiraría delante de ella, para detenerla, para conocerla, no dejaría que fuese
solo su hada de la lluvia. A día
siguiente, como siguió pensando en ella, decidió, caminar, recorrer la calle
por donde la había visto venir dos veces en su vida. Quizá podría preguntarle a alguien, le causo
gracia pensar en decirle al primero que pasaba si había visto al hada más bella
en bicicleta bajo la lluvia. El
vendedor de diarios de esa esquina no recordaba haber visto algo así nunca, lo
mismo pasó con el kiosquero de la otra esquina, o la anciana que estaba sentada
frente a su casa, que lo miró con una sonrisa en su cara y le dio su bendición
diciéndole, “Espero que la encuentres hijo y que sean felices” Esto le hizo recordar a una de esas películas
musicales de Hollywood, donde se mezclaban las hadas con la gente de la calle y
todos sonreían y bailaban. “Pero la vida
real no es así, no es un musical” se dijo, aunque se repetía: “La voy a
encontrar igual”.
El tiempo siguió pasando y él ya estaba obsesionado con encontrarla,
caminó esas cuadras días y días. No
encontró nada ni a nadie que le diera una pista, no se desesperó, pero mientras
se dedicaba a esa búsqueda, no dejaba de pensar que debería encausar su vida
definitivamente. No quería formalizar nada, porque estaba seguro de que la
encontraría y no quería hacer sufrir a nadie por esa locura. Sus compañeros de trabajo, los más
bromistas, le preguntaban por “Mary Poppins” o por “Campanita” y juntos se
reían. Pero sus amigos, se preocupaban
por él, más de uno lo había aconsejado, instándolo a dejar la búsqueda, que se
estaba trocando en obsesión y que eso no era bueno. Se prometió a sí mismo, solo salir a
buscarla en los días de lluvia, por eso cuando comenzaba a llover, miraba por
la ventana y cuando consideraba que la lluvia era la necesaria, salía a la calle
y caminaba hacia el bar. En una de esas
tardes lluviosas, cuando llegó al bar, vio casi con bronca, que su habitual
mesa debajo del toldo verde, estaba ocupada por una rubia que fumaba mientras
miraba una revista de modas. La otra
mesa estaba también ocupada, entonces la rubia, levanto la vista, lo miró y le
dijo:
—Si querés sentarte hacelo, porque con esta lluvia no podes seguir y
además sé que esta es tu mesa
—¿Mi mesa…y como lo sabés? Le dijo él asombrado y un poco molesto “quien
carajo es esta mina” pensó
—Paso por aquí todos los días y te veo, con un café y un cigarrillo,
como esperando a alguien, ¿estoy equivocada?- La voz de la rubia, melosa,
aterciopelada, lo atrajo, lo metió en la realidad y comenzó a mirarla
detenidamente, era una mujer hermosa, no muy joven, pero seguro de su misma
edad. Mientras se sentaba frente a ella, sintió la
sensación de estar cometiendo una traición, esto le produjo una sonrisa, que
dejo intrigada a la rubia.
—Joaquín Pereyra — le dijo mientras le tendía la mano — y
gracias por invitarme a la mesa
—Lili Andersen— le contesto con esa voz que tanto le llamó la atención, mientras le
apretaba la mano, con la suya que era suave, pero firme. Cuando Joaquín la miro a los ojos, no
pudo apartar los suyos por unos instantes, eran de un extraño azul, como aquel
del horizonte del mar de invierno. No
se dijeron nada por un rato, luego se fueron relajando y comenzaron a hablar,
de cosas cotidianas, sin importancia, esas charlas que salen con alguien muy
conocido. Cuando se dieron cuenta de
la hora, los dos se sorprendieron, ella fue la primera en decir lo tarde que se
había hecho y que se tendría que ir rápidamente por su trabajo, entonces se
levantaron y cuando se estaban saludando, con las manos apretadas, estuvieron a
punto de darse el clásico beso, pero por algún motivo no lo hicieron.
Joaquín llego al estudio de arquitectura, que era suyo, donde no tenía
que dar ninguna explicación por la demora, se metió en su box, se sentó en el
enorme sillón giratorio de cuero negro, para pensar, tenía mucho en que
pensar. La vida le dejaba una puerta
abierta, una esperanza, a pesar de que no se había decidido a dejar de buscar a
su hada de la lluvia, “¿qué significaba todo esto?, así de repente,
sorpresivamente” se preguntaba. Su
secretaria le había traído su acostumbrado café de la tarde y él ni se había
dado cuenta, pero si, más tarde lo despertó de sus pensamientos la vos áspera
de Roberto, que le decía:
—No me digas que apareció Campanita—
mientras le daba una palmada a su escritorio haciendo dar un sobresalto a
Joaquín — Amigo, trajiste una cara de
enamorado que mata, jajaja
— ¿Qué cara? No, no jodas flaco… no pasó nada viejo, nada. Pero su compañero no le creía, estaba
seguro de que algo había pasado, de todas formas no siguió con el tema,
enseguida le pasó el parte y las cosas que tendrían que hacer esa tarde y al
día siguiente.
La lluvia que se largó a la tarde siguiente era fuera de lo común, se
bajó del taxi en la esquina del bar, corrió a su mesa, se sentó y antes de que
le trajeran el café, Lili, que también llegó en taxi, se paró frente a él,
haciéndole una seña como pidiéndole compartir el lugar. Joaquín de un salto se levantó, le dio un
beso y le pidió que se sentara. Al
tiempo que pensaba que no habían quedado en nada el día anterior. La charla se soltó enseguida, los dos se
sorprendían, sin decirlo, de lo cómodos que se sentían, se contaron cosas. Allí
se enteró él que ella era pintora, que tenía varias exposiciones, en el país y
afuera y que además era pianista. Él
le contó de su estudio y algunos de sus logros, dos o tres edificios cuyos
diseños lo habían dejado conforme.
Ella le dijo que vivía sola ahora, estaba divorciada hacia algún tiempo,
él le dijo que también vivía solo, pero que era soltero, se hicieron algunas
bromas y siguieron pasándolo bien. La tarde fue cayendo y de repente el celular
de Joaquín llamó, era Roberto que le recordaba una reunión que tenían en un
rato. Él la tomó de las manos y
mirándola profundamente a los ojos, le dijo que necesitaba verla luego, a la
noche, cenar juntos. Lili, retuvo sus
manos y sintiendo la necesidad de Joaquín y la suya, le dijo que si y acordaron
la cita. En ese momento, en que
estaban de pie despidiéndose, con las manos tomadas, Joaquín la vio, por sobre
el hombro de Lili, era ella, su hada de la lluvia, que pasaba en su bicicleta
blanca, magnifica, deslizándose como por el aire, solo que esta vez ella miró
para su lado y también lo vio. Él
hubiera jurado que ella con una sonrisa, lo miraba complacida y dobló hacia la
avenida, como lo había hecho antes.
Lili, se dio cuenta de que él estaba maravillado, mirando algo por
encima de ella, se dio vuelta rápidamente, entonces Joaquín, antes de que ella
completara el movimiento, le tomó la cara con ambas manos, lentamente se acercó
y la beso tiernamente. Ella le
correspondió, besándolo con dulzura,
sellaron así un principio y él sintió que estaba trasponiendo la puerta,
que le había dejado abierta la vida hacía solo veinticuatro horas. Igual no se pudo resistir y se vio vuelta
mirando hacia la avenida, pero ya no vio a su hada de la lluvia, ni a su
bicicleta blanca. Quizá, ya no la vería
nunca más. Ahora Lili estaba allí, con
él.
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