EL ASOMADO . Cuento que integra el libro EL MARTILLO DE JOSÉ
EL ASOMADO
El bar Regina era
de Nicola Gambetta, un hombre mayor que estaba allí desde hacía más de 30 años. Nadie
conocía a la gente del pueblo como él y a su vez, él era conocido por todos,
aunque con el tiempo, había perdido la clientela joven, ya que otros boliches
más modernos, los habían alejado de allí.
El bar era un clásico, o más que eso, una
antigüedad. Tenía un salón grande, con
paredes muy altas, rematadas en un cielorraso de delgadas tablas de madera de
color marrón oscuro, (quizá fueran pintadas de ese color alguna vez), pero
seguro se le había sumado el humo de miles de cigarrillos, la humedad, el smog,
en fin, el tiempo. Las paredes estaban
pintadas de un color, entre beige y ocre, y tenían un zócalo de madera
alto, también marrón, casi del color del
cielorraso, pero brillante por el barniz que de tanto en tanto le pincelaban. De todas estas paredes colgaban unos cuadros
al óleo, con gruesos marcos de madera tallada, que mostraban en su
resquebrajada y oscurecida tela, imagines de barcos, viejos barcos de vela,
navegando mares embravecidos; el piso también era de madera, que resonaba fuertemente
al caminarlo, porque eran de esos que tenían un espacio vacío debajo. Como era un lugar grande, había espacio para
muchas mesas, éstas eran redondas y cuadradas, de madera también de color
marrón brillante y todas con cuatro
sillas a su alrededor, las clásicas sillas thonet, cuyo esterillado
había sido reemplazado hacía años, por unas gastadas maderas. En el ambiente siempre se olía a humo de
cigarrillos y a vino tinto, superando incluso al aroma del café.
Nicola tenía 3 hermanos, todos músicos y que
desde hacía muchos años integraban un conjunto de tango, tango a la antigua, de
los años 20 y 30; él tocaba la guitarra y sus hermanos completaban el cuarteto
con bandoneón, flauta y violín. Tenían
unas ricas historias y anécdotas de su juventud con la música y su recorrida
por los pueblos vecinos, muchas veces ganándose la vida, pero en estos tiempos,
solo se reunían a tocar aquellas viejas melodías en el Regina, casi todos los
fines de semana.
Cuando tocaban los
hermanos, colgaban en la puerta un cartelito prolijamente hecho a mano, con
tinta negra y con letra cursiva, que decía: “Esta noche tango con los Gambetta”
Casi
todas las noches, caía al bar un tipo extraño, pero que se integraba con la
escenografía del lugar. Era un hombre
sin edad, pelo y barba blanca, pero no se notaba viejo, alto, flaco y algo
encorvado, caminaba lento y afirmaba los talones al hacerlo. Era significativa la forma de entrar, abría la
puerta y asomaba media cabeza, daba una mirada rápida al interior y luego
ingresaba. La ropa estaba fuera de moda, era de buena calidad, aunque bastante
trajinada. Pantalón de vestir negro,
zapatos negros acordonados y lustrados, camisa blanca desabrochada al cuello y
saco oscuro. Llevaba un viejo piloto
gris cruzado, con el cinturón abrochado, que se quitaba al llegar y colgaba en
un perchero que estaba al fondo. En una
pequeña mesa redonda, se ubicaba, un lugar retirado de la barra, un lugar
protegido.
Nicola
había hablado con un pintor, que frecuentaba el bar y tenía su estudio allí
cerca y éste le había contado que le había llamado tanto la atención ese hombre
y su forma de entrar, que lo había pintado, había hecho un óleo con su imagen,
trabajo al que había denominado “el Asomado”.
No pudiendo con su curiosidad, Nicola había visitado el taller del
pintor y había visto el cuadro: era una tela rectangular, en la que se veía una
puerta de color rojo oscuro, entreabierta, unos dedos afirmados blanquecinos
que la empujaban y la media cara en sombras, que asomaba mirando el interior,
las pinceladas habían captado el momento. Ese momento que a él también lo inquietaba.
A Nicola, el tipo al que también él le llamaba
ahora “el Asomado”, le inquietaba mucho, sobre todo porque no lo conocía,
debería ser nuevo en el pueblo, pero como no tenía ya muchas ganas de hacer
averiguaciones, trataba de saber de él, de cocerlo, a través de su actitud y
sus costumbres en el bar. Lo estudiaba disimuladamente y le preguntaba al mozo
que lo atendía, de qué hablaba, qué preguntaba y éste siempre le contestaba lo
mismo:
—Nicola, el tipo no habla, ya se lo dije muchas veces, solo
me pide lo que va a consumir y al mismo tiempo, pide la cuenta y paga, hasta le
diría que a veces ni me saluda.
Le molestaba esto a
Nicola, pero se lo tenía que bancar, era un cliente correcto y en realidad eso
solo bastaba.
Otro tema significativo era que era un tipo
al que siempre se lo veía entrar, pero casi nunca salir y esto lo ponía más
molesto aún al patrón. Muchas veces,
luego de darse cuenta de que ya no estaba, iba hasta la mesa y allí veía, las
colillas de cigarrillos negros y la marca húmeda del vaso de tinto que había
tomado. Cuando tocaba con sus hermanos,
tenía la mesa más cerca y aprovechaba Nicola para relojearlo. Había notado también, que cuando escuchaba
tangos, bajaba la cabeza, como apesadumbrado. Se quedaba mirando fijamente la
mesa, en la derecha el cigarrillo y la otra mano apretando el vaso de vino,
casi inmóvil. Al rato, cuando Nicola levantaba la vista de
la guitarra, ya no estaba.
<<¿Se puede
vivir así, en el silencio, casi en las sombras? >>pensaba Nicola cada vez
que lo veía. Algún día que esté de humor, le voy a sacar conversación”, seguía
pensando, pero ahora no, no sabía bien por qué, pero no todavía.
De pronto, una
noche todo cambió. El hombre abrió la
puerta, se asomó y luego abriendo del todo, dejó pasar primero a una mujer,
atemporal como él, bien arreglada, pero también fuera de moda.
Una bella mujer
rubia, quizá demasiado maquillada, que entró lentamente, casi sin mirar a
nadie, se dirigieron juntos a la mesa de costumbre, allá al fondo, colgaron sus
abrigos, se sentaron y se miraron calladamente, hasta que el sorprendido e
intrigado mozo, los atendió. Cuando éste
volvió a la barra, le dijo por lo bajo a Nicola:
—Él pidió lo de siempre, el vaso de tinto, pero la señora,
pidió un Bourbon, ¿tenemos, Jefe? —y siguió—: Yo estaba tan sorprendido que le
dije que sí.
El patrón, dándose
vuelta, miró hacia la estantería que estaba detrás de la barra, vio una botella
y le confirmo, que quedaba todavía algo de un viejo Jack Daniels.
Ahora
sí que estaba completo, no solo tendría que averiguar quién era el tipo, sino
que también debería saber quién era la rubia que lo acompañaba y que tenía
gustos extraños. Se fue haciendo
habitual la visita de ambos al bar, casi todas las noches lo frecuentaban
juntos y se notaba claramente que las relaciones eran cada vez más cercanas,
amables, se hablaban muy bajito y mirándose intensamente, esas miradas que
dicen mucho, ésas que se palpan, que queman la piel, hasta podrían jurar, tanto
el mozo como Nicola, que en algún momentos se habían acariciado las manos.
Ella, cuando comenzaban los tangos, movía los
pies, marcando el compás y hasta hacía algunos movimientos leves con los
hombros, estaba bailando, sola, callada, no había dudas, pero él, solo
escuchaba las melodías, y ya no se lo veía apesadumbrado, ni miraba fijamente
la mesa, solo tenía ojos para ella, la miraba embelesado, como se mira a un
hermosa mujer. Usaba ella unos graciosos sombreros, que
dejaban que se asomara su cabellera rubia, la ropa era rara pero agradable,
siempre con vestidos largos, a media pierna, de colores claros, fumando
cigarrillos largos y a veces con boquilla, de movimientos delicados y
elegantes. Algo brillaba en ella en todo momento.
Por lo
que dejaban ver, vivían en las noches de copas y tangos, una historia de amor. Si bien no dejaban de mirarlos, ni el patrón
ni el mozo, se fueron acostumbrando a la nueva situación y hasta se podía decir
que estaban contentos. Quizá en algo
había influido el Regina en sus vidas, estaban cobijando una relación amorosa,
inesperada pero bienvenida. A esta
pareja la veían cada día mejor, seguían sin hablar con nadie, solo entre ellos.
Cada día que pasaba, más se notaba la
felicidad, aunque ellos trataran de ocultar todo lo que pasaba, tratando de
ignorar el lugar y la gente, como si creyeran que eso los hacía invisibles.
Una noche no
llegaron, tampoco la siguiente, ni la otra, entonces Nicola se preguntó: “¿Qué
está pasando? ¿Se habrán ido a otro bar? Parecía imposible, acá estaban bien,
acá creció su amor”.
Qué raro parecía
todo, ahora que la pareja no estaba en su mesa del fondo, lo mismo se
preguntaba el mozo, ¿habría llegado el tiempo de develar el misterio? ¿Ahora sí
tendrían que averiguar quiénes eran y qué había pasado?
Esperaron un día más
y otro, y entonces creyeron que no era necesario averiguar nada, porque en la
tapa del diario local, una noticia dejó frío a todos y más aún a Nicola: “Una
mujer fue hallada muerta, con signos de estrangulamiento, en un departamento
que alquilaba con su pareja, de éste nada se sabe, ha desaparecido de los
lugares que frecuentaba”. Y continuaba el informe: “Por comentario de los
vecinos, habría habido una fuerte pelea por celos y se podía llegar a la
conclusión de que el hombre la habría matado y luego se habría fugado”. El
periódico local no había incluido ninguna fotografía de la muerta, ni del
lugar.
Esto
daba vueltas en la cabeza de Nicola y también en la del mozo y ambos llegaron a
la misma conclusión: Era “el Asomado”, seguro, por eso no volvieron al bar, la
mina le habría metido los cuernos y él la limpió, hizo justicia por propia
mano, pero también concluyeron que el asomado no era tipo de escapar, sí de
haberla matado por infidelidad, pero no de huir. Seguro lo encontrarían por
allí con un balazo en la cabeza, o colgado de alguna rama de un árbol lejano,
pagando sus culpas, pero no estaría huyendo… no, señor, no era así el asomado.
Ambos habían creado una especie de mito de
aquel extraño hombre y lo charlaban con los más allegados al bar y todos
estaban convencidos de que debería haber pasado lo que decía Nicola. Tenía
pinta de hombre derecho el asomado, pasaron las noches y se siguieron haciendo
comentarios sobre el caso. Hasta el pintor estaba convencido de que el hombre
había hecho justicia y luego se había matado para pagar su culpa. Solo uno de
los clientes del bar, Don Hilario Pereyra, un viejo cascarrabias que
acostumbraba a hablar detrás del humo de su pipa, no coincidió con ellos, se
preguntaba y les preguntaba a todos:
— ¿Por qué están tan seguros de que la cosa fue así? ¿Y si
solamente esta gente se había ido del lugar? Tal como un día habían llegado,
así tan sorpresivamente, también se podrían ir.
Los demás lo
miraban con incredulidad, << ¿quién se creía este viejo que era? ¿De dónde sacaba esas ideas? >> De
todas maneras, como a todos les gustaba más el misterio que aclarar la
situación, no se averiguó nada más.
De pronto, una noche
se abrió la puerta a medias, se vieron los dedos blanquecinos empujándola y se
asomó el tipo, como siempre, como antes, miró rápidamente y entró, caminó
lentamente, afirmando los talones, hasta el fondo del bar. Colgó su piloto en
el perchero, se sentó y mirando hacia abajo como apesadumbrado, se quedó
esperando que el mozo lo atendiera
y cuando éste volvió a la barra, con los ojos grandotes por el asombro,
le dijo al patrón:
—Me pidió el vaso de tinto, Nicola, me pagó… como siempre.
Nicola, bajando la vista pensativo y sin saber qué hacer, le
dijo al mozo:
—Atendelo no nomás al hombre, qué le vamos a hacer. Y así fue.
Justo esa noche,
Don Hilario no había concurrido, una lástima, porque podía haber gozado de esa
situación. Como esa era una noche de
tangos, los Gambetta hicieron su show y en un momento en que Nicola sacó la
vista de su guitarra y se acordó de su extraño cliente, miró al fondo del
local, pero ya no estaba.
Comentarios
Publicar un comentario