REENCUENTRO
REENCUENTRO
Él sabía bien a qué
iba, solo él lo sabía. Los demás lo podrían sospechar, o imaginar. No viajaba
por nada, era un viaje largo, muchos kilómetros, con mucho más tiempo para
pensar, que lo que hubiera querido. Lo hacía específicamente para que el reencuentro
se realice y cuando alguien como él pone algo en marcha, no iba a faltar nada
para que se diera. Y esa última, diminuta nada desapareció en cuando llegaron a
la villa y lo vio. Si, parecía él, allí estaba. Estaban los dos, como hacía mucho. Antes de avanzar, esperó por una mirada de
ese casi desconocido, por un movimiento de las curtidas manos de ese hombre. La
voz, o la forma de hablar y eso pasó. Y entonces lo reconoció. Estaba detrás de esa vieja y áspera máscara. No como antes, porque nada ni nadie es como
fue. Solo nos parecemos a lo que fuimos.
De pronto, en ese pequeño instante, todo estalló en colores y el gris
dejó de dominar el pequeño universo. No estalló en mil colores, quizá solo en
azules. El otro, el solitario y cansado, seguramente también lo sintió. Y no
importaron cosas pasadas, olvidó hasta el porqué de la larga separación. Y fue
en ese instante, que tuvo ganas de correr a abrazarlo, apretarlo, golpearlo
para que despertara. Quizá el otro, también creyó sentir lo mismo. Pero “Los de
afuera don de palo” deben haber pensado al unísono y ganó la formalidad, la
prudencia, la vergüenza. Solo quedaron
las miradas huidizas, a escondidas, esas que nadie, o casi nadie notó. Y hubo
secreta comunicación, vieron escenas pasadas cargadas de hermandad y de
felicidad y otras, muchas otras de tristeza profunda, de venganza y odio.
Viejas historias oscuras, que aun resonaban en sus almas. Pero de todo eso, nadie sabrá nunca nada. Lo
que allí renació, o pudo haber renacido, allí volvió a morir. Luego, la conversación sobre temas
indefinidos, áridos y estúpidos, para la platea, solo para el agradecimiento y
la gentiliza con los otros. Por último,
llegó el momento del regreso, regreso a casa, regreso a sus vidas cotidianas.
El regreso al nuevo olvido. Pero antes, el abrazo de despedida, solo segundos,
de lo que imaginaron horas. Y en ese instante, en que fueron otra vez aquellos, estuvieron
solos. Juntos y solos. Quizá para
siempre.
Rolando José Di
Lorenzo.
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