EL ZAPATO DE PILíN - Rolando José Di Lorenzo
Pilín todos
los domingos a la mañana, salía con su papa a pescar, en el río que pasaba
cerca de su casa. No era ese un lugar de pesca abundante, pero lo suficiente. A
Alfredo, el papa de Pilín, lo que más le gustaba era estar al lado de su hijo y
a este le pasaba lo mismo. Aunque todo pescado era bien venido, porque aliviaba
la economía familiar, que en esos días estaba bastante mal. Alfredo trabajaba
desde hacía muchos años en el mismo lugar, una fábrica de tejidos, pero la paga
era cada día más baja. La economía regional y local, ayudaba a eso y los
patrones no veían mejor oportunidad que recurrir a esas escusas para no
aumentar los sueldos. La vieja historia del hombre pobre. Por eso, las mañanas de los domingos eran tan
queridas por ambos, los acercaba y así mas juntos se sentía apoyados y
confortados.
Ese domingo
Las zapatillas de Pilín estaban recién lavadas por su mama y además destinadas
para la escuela. Entonces decidieron que igual saldrían hacia el rio, pero con
los zapatos de salir, unos viejos mocasines de color marrón rojizo. Ambos
zapatos tenían la suela agujereada. Alfredo, para solucionar aunque sea a
medias, el problema, les había puesto por dentro, unas gruesas plantillas de
cartón, que también ayudaban a mantener calentitos los pies de Pilín. Los zapatos de Alfredo también estaban en el
límite de su vida útil. Habían recibido dos veces las medias suelas y ya el
zapatero, le había dicho que no aguantaban otro arreglo. Él también tenía en
ellos, las plantillas de cartón. Caminaban juntos hacia su lugar en la ribera
del río.
Cuando
llegaron comenzaron a preparar los aparejos que llevaban, se sentaron uno al
lado del otro. Se sintieron bien así, juntos casi tocándose. Al rato y ya con las líneas lanzadas, Pilín
se levantó y comenzó a caminar hacia la orilla. El río estaba muy retirado y
había dejado una extensión de barro pegajoso. Y jugando un imaginario partido
de futbol con una piedrita, lanzó una patada y el zapato se escapó de su pie,
hizo una cabriola en el aire y fue a parar a la orilla barrosa, resbaló
lentamente y se detuvo en el borde del agua. Con la boca abierta y los ojos
desorbitados, Pilín miró asustado a su padre. No podía decir nada, no le salían
palabras. Alfredo, que había visto el
movimiento grotesco del zapato girando en el aire y cayendo luego al rio, se
levantó rápidamente. Miró a su hijo, que ya lagrimeaba inmóvil, mirando su
mocasín marrón, hundiéndose lentamente en el agua. Entonces con toda serenidad, se sentó en una
piedra cercana, se sacó sus zapatos y medias, se arremangó los pantalones y con
sumo cuidado avanzó por el barro grisáceo, tratando de evitar una caída que le
arruinara la ropa. Cuando estuvo al lado del rebelde zapato, se agachó
lentamente y lo rescató de su terrible situación. Retrocedió de la misma forma en que había
entrado. Cuando hubo llegado, dejó el zapato en piso seguro y tomó entre sus
manos la carita de Pilín, mojada por las lágrimas y lo abrazó fuertemente, no
fue necesario que ninguno dijera nada.
Más tarde cuando sus zapatos y medias se secaron y luego de limpiar
cuidadosamente sus pies embarrados en el pasto tierno, se calzaron. Juntaron
las cosas de pesca y ambos miraron en el balde con agua que traían con la
ilusión de llenarlo, al solitario bagre que aún daba vueltas dentro de él.
Alfredo con el consentimiento silencioso de Pilín, volcó el balde con todo su
contenido en el rio y el pez rápidamente desapareció entre las aguas. Esa noche
cenarían fideos o polenta. Los dos
rieron al unísono, se tomaron de la mano y caminaron hacia su casa. Otro
domingo a la mañana había marcado sus vidas para siempre.
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