LA CULPA
LA
CULPA
El
barrio era para los chicos como el patio de la casa, el patio grande donde
estaban todos. A veces bien, otras mal, a veces jugando, otras peleando; pero
era eso, un gran patio que les pertenecía a todos y en eso no había discusión.
Alfredito fue uno de
los últimos que llegó al barrio, pero igual fue aceptado rápidamente, sobre
todo porque le gustaba mucho jugar a la pelota. Era un chico flaquito, de
piernas muy finitas, muy rápido y escurridizo, le encantaba gambetear, lo
divertía, pero luego con esas piernitas, casi no llegaba al arco pateando. En
el frente a frente ganaba siempre “¡Qué habilidad! Qué lindo sería ser así”,
pensaba yo en esos momentos. Claro que también estaba el Morcilla Pérez, que
era lo contrario, casi siempre jugaba de defensor, era grandote y negro, por
eso lo de morcilla. Fuerte, eso era, sobre todo fuerte y no soportaba que el
nuevo lo pasara como a un tronco en la canchita, por eso luego de dos o tres
pasadas o caños de Alfredito, venía el trancazo del Morcilla, siempre igual, no
era malo, hasta te diría que le dolía a él el golpe, pero no lo podía evitar,
estaba en él, era su estilo y su firma, asimismo, era un gran tipo, igual que
Alfredo.
Pero no todo era futbol entre los chicos. El
tiempo fue pasando lentamente, era el fin de los años cincuenta, o principio de
los sesenta. Los días cálidos, los calientes, los frescos y los fríos y entre
clases, juegos y peleas, casi sin darse cuenta habían crecido y todos ellos
estaban por terminar el primario.
Las cosas de todos
modos no habían cambiado mucho. Carlitos seguía siendo el mejor amigo del Negro
Ferretti y muy cercanos los dos al Morcilla y a Alfredito, todo el resto éramos los que hacíamos la
coreografía de esta historieta, que se estaba acercando a un desenlace
inesperado, porque de repente apareció ella: Mariana, no se sabe de dónde, de
qué familia, de qué casa, pero allí estaba.
Con sus apenas 14 años, era hermosa y dulce,
claro que no estaba sola, tenía también sus amigas, sobre todo Dorita, una chiquita
muy simpática, que siempre reía y que también era linda, pero ella era
diferente y de todo el grupo de chicos, dos se sintieron fulminados al sentir
aquella mirada.
La mirada que salía de esos ojos profundos,
que perforaban la piel y los huesos y que ella aún, sin saber manejarlos,
causaba más daño con ellos que con un Colt 45, como ese que usaba Harry el
Sucio. Y así fue cómo
Carlitos y Alfredo
cambiaron de un momento a otro sus vidas que, quedarían marcadas para siempre.
Por supuesto que ninguno de los dos largó
prenda, no se dijeron nada, ni se lo dijeron al resto de los chicos. Había
pasado algo que había roto el estado general, ellos se dieron cuenta enseguida,
pero nadie se enteró, por lo menos en ese momento.
En el fondo eran muy distintos. Alfredito se
enamoró, sí, se enamoró de golpe, en realidad fue un golpe, un artero golpe al
corazón la aparición de Mariana, que lo hizo olvidar de la edad, de los
tiempos, de los amigos, de la escuela, de todo. En cambio, el Gordo la miró intensamente,
la midió y la pesó con la mirada, la dio vuelta, la hizo girar, la desnudó y se
volvió loco y también se olvidó de todo.
Para todos nosotros las cosas siguieron
igual, pero para ellos dos no fue así, siguieron metidos hasta el fondo con la
chica y ella, se dio cuenta de todo, tan rápidamente como ellos, en el instante
en que los vio, y se sintió tan halagada, tan plena de sentirse mujer, que
también le cambió la vida para siempre, auque en ese momento solo observaba y
pensaba, en que haría con sus dos galanes.
Y así fue que los días pasaron y ninguno de
los dos amigos reveló su secreto, los dos ardían pero no se dijeron nada y
ambos se sintieron traidores. Ambos estaban dolidos por lo que hacían, pero
seguían porque ahora ella era el objetivo, ahora ella era todo.
A Alfredo se le dio por la poesía, salía de
la escuela, pasaba por la casa de Mariana y se quedaba mirando la verja del
frente de la casa. La puerta de entrada, la ventana, el alero, el árbol de la
vereda y cuando llegaba a su casa se encerraba en su cuarto y se ponía a soñar
y a escribir. Destruía papeles hasta llenar la lata que tenía por papelero,
gastaba los lápices sacándoles punta, se sentía vivir y morir al mismo tiempo,
no sabia si estaba feliz o triste y los que estaban preocupados eran sus padres
al verlo así.
Carlitos, no. Él no era poeta, no era
romántico, o no lo había descubierto aún, pero estaba realmente loco por la
chica, pero él era todo decisión, era todo hacer, no podía quedarse quieto esperando
que la vida pasara. Las veces que salió a buscarla, la encontró y habló con
ella y casi todos los días, mientras Alfredito escribía sus poesías, él camina
al lado de ella de vuelta de la escuela o del club. De a poco se fueron
acostumbrando a hacerlo y era ya casi una necesidad para ambos, congeniaron y a
ella, muy secretamente, le empezó a gustar Carlitos. No era lindo, no era
elegante, era un chico temperamental, fuerte, alto y gordo, pero hablaba con
una
profundidad y un ardor
que la iba atrayendo como un gran imán y así, hasta que se sintió pegada a él.
Los días cálidos de la primavera fueron
llegando y antes de que pasaran, Alfredo no se pudo aguantar y le contó al
Gordo de su amor por Mariana. Habló y habló y le contó de sus poesías y le contó
de sus sueños, de sus deseos, de la belleza, de la pureza y siguió y siguió,
hasta que el Gordo lo paró a gritos, porque éste no lo escuchaba y cuando logró
que se serenara, le hizo saber su opinión: “Pensá… pensá”, le decía y siguió
explicándole que la cosa no era para tanto, que eran apenas unos adolescentes
que se iniciaban en esto del querer, que no le diera tanta bola al asunto. Allí
se dio cuenta de que Alfredo lo miraba con unos ojos agrandados por el asombro,
no podía creer que alguien le estuviera diciendo que lo suyo era una
exageración, que no era importante, que no era trascendental; entonces fue
cuando le dijo que si ella no lo amaba como él a ella, se mataría, sí, se
mataría de amor y por amor.
Carlitos no podía creer lo que escuchaba y
cuando se fueron cada cual para su lado, al Gordo le sonaban las palabras de su
amigo, le daban vuelta en su cabeza, le ardían en su cerebro, le quemaban las
tripas. Sin darse cuenta, estaba pasando por la casa de ella y la vio en la
ventana y allí se volvió a olvidar de todo, ahora estaba seguro, esa mina
tendría que ser suya y al pobre Alfredito, con el tiempo, se le pasaría esa
locura romántica.
Al mismo tiempo y sin que ellos se dieran
cuenta, la vida seguía tejiendo la historia, los cambios vendrían por el lado
de Carlitos. Sus padres estaban planeando el traslado a la Capital, porque el
primo Ricardo, sabiendo de las condiciones económicas y financieras del padre
del Gordo, le había ofrecido un puesto importante en su empresa y ya estaba
todo cocinado: en cuanto Carlitos terminara el segundo año, para lo cual
faltaban dos meses, se irían de allí, partirían hacia el futuro, hacia la
tierra prometida.
Esa noche, mientras cenaban se lo
comunicaron. Primero se sintió como traicionado por sus viejos, que lo
alejarían así de golpe y sin consultarlo de su felicidad, pero como era muy
rápido mentalmente, se dio cuenta de que eso era lo mejor para todos y que
además, sería intrascendente su protesta y mucho menos su negación. Ellos le
dijeron que estaba todo arreglado, hasta la escuela a la que concurriría que,
por supuesto, sería mucho mejor que la del pueblo.
Se dio cuenta de que no le quedaba mucho
tiempo para cerrar el tema con Mariana. Así, a la tarde siguiente a la salida
del cole, la buscó, la encontró y se lo dijo. Realmente les dolió la
situación, ambos sabían que estaban
remetidos, se tomaron de la mano y siguieron caminando y cerca de la casa de
Mariana, en una vereda llena de árboles y sin tanta luz, se abrazaron y
besaron. Siguieron caminando cada vez más juntos, cada vez más apretados, hasta que llegaron a la casa.
Entonces, ella abrió la verja de la entrada de autos, con mucho sigilo y
calladamente se metieron en el auto de la familia y allí vivieron el debut de
la pasión. No los vio nadie más que Alfredito, que justo cuando se metieron en
el auto, pasaba por la vereda de enfrente, de pura casualidad.
Al Gordo le fue difícil encontrarlo a Alfredo
en esos días, no se lo veía por ningún lado, si bien siguió yendo a la escuela,
se iba rápidamente a su casa, casi sin hablar con nadie. Así fueron pasando los
días y el Gordo se dio cuenta de que su amigo, de alguna manera, se había
enterado de la situación. Se lo dijo a Mariana y esta coincidió con él, “pero bueno,
ya lo hecho estaba hecho y la vida seguía”.
Pensó el Gordo
Al mes siguiente, ya se habían encontrado
todos. Habían vuelto a charlar los dos amigos y
como se acercaba la despedida del Gordo, los temas fueron otros y las
risas taparon los momentos dolorosos y por fin, el adiós final les dejó a todos
un sabor amargo y más lágrimas de lo que esperaban. El Gordo, casi el fundador
del grupo, se iba, pero las cosas son como son.
Seis meses después, mientras cenaban en su
nuevo departamento de la Capital, el padre de Carlitos dejó caer una noticia
escalofriante: se había encontrado con don Ramón, Ramón Farias, el viejo del
depósito de forrajes, y este le había contado que en el pueblo se había
suicidado un pibe flaquito que jugaba al futbol. Lo habían encontrado colgado
de la rama de un viejo árbol del parque, ese que estaba al lado del río. El
viejo no se pudo acordar del nombre del pobre chico
El Gordo se quedó congelado, no podía ni
hablar, en realidad no pudo hablar, se quedó callado, mirando el plato de
comida que no pudo terminar y luego de unos segundos se levantó y se fue para
su cuarto.
Pasaron ocho años, el Gordo luchaba con las
últimas materias de Economía, y cuando salía de la facultad, una tarde de
invierno, casi anocheciendo, se encontró con el Morcilla, sí, el Morcilla. Se
miraron, se abrazaron y se sintieron felices de haberse encontrado, era
como recuperar un pedazo del viejo
barrio, del patio grande, de los recuerdos, que ya eran como las baldosas de
ese viejo y querido patio.
Cuando se recuperaron de la emoción, Morcilla
le contó un poco de su vida, se había venido hacia unos años y estaba tratando
de terminar Agronomía, “tratando”, porque con el trabajo y la casa todo se
hacía más lento. Un poco se conformó cuando el Gordo le contó que a su vez, él tampoco había terminado aún,
pero por vagancia, que era peor.
El Morcilla también le contó que estaba en pareja, a Carlitos le dio alegría
saberlo y lo enfrentó un poco con su vida, que
estaba transcurriendo vacía, aunque aún eran muy jóvenes, fue en ese momento en
que maquinaba sobre su vida, que en tan solo fracciones de segundos, el viejo
amigo le dijo que estaba viviendo con Mariana: “¿Te acordás de Mariana,
no?”.
El pasado se le vino encima en un segundo,
todo el pasado, los ojos de Mariana, el fuego que los quemaba, la
despedida y las poesías de Alfredito. El
dolor que vivía escondido en su alma por aquello que había pasado lo asaltó de
repente y como casi todos los días durante esos últimos ocho años, la culpa le
atravesó el corazón de lado a lado y sintió el dolor, como siempre lo sentía,
ocho años repasando la historia que habían vivido, dándole vueltas en su
cabeza. Veía la carita encendida de amor de Alfredito y al momento la imaginaba
hinchada y amoratada, apretada por la soga que lo colgaba del árbol. Repasaba
las actitudes de todos ellos y trataba por todos lo medios de repartir la culpa
que lo carcomía, pero no, solo él era culpable de aquella traición que había
terminado en tragedia. Ya afloraban unas
lágrimas en sus ojos, cuando escuchó la voz a gritos del Morcilla que lo
llamaba a la realidad, que le decía que lo escuche, que le preguntaba qué le
pasaba. Esto lo trajo al presente y volvió a escuchar al amigo que le seguía
preguntando, ya preocupado por su expresión de dolor.
-Claro que me acuerdo
de Mariana -le dijo el Gordo-, ¿cómo me voy a olvidar?
-Gordo, yo sé lo que
pasó entre ustedes, Mariana me contó todo. No hay ningún drama, no te pongas
mal, creí que te ibas a alegrar -le dijo el Morcilla algo apenado.
-No, no me interpretes
mal, me alegra que estés con Mariana, son mis amigos, lo que pasa es que no me
puedo sacar de la cabeza lo de Alfredito –le dijo el Gordo.
-¿Alfredo? Esta aquí, nos vinimos juntos y está haciendo
Agronomía, igual que yo, muchas veces viene a casa y cenamos todos juntos,
ahora que te encontré vas a tener que venir.
-¿De qué me estás hablando? –Casi le gritó
Carlitos–, ¿qué estás diciendo?, si a mí me contaron que Alfredito… ¡¡¡Se mató
hace ocho años!!! Por mí y por Mariana -gritó el Gordo.
-¡Estás loco, hermano! ¿Quién te contó esa pelotudes? Alfredo,
después que se enteró de que vos andabas con Mariana, se encaró a Dorita, la
amiga de Mariana, ¿te acordás? Y se casó
con ella.
En ese momento el Morcilla se dio cuenta de
la cosa, allí nomás paró, lo miró al Gordo a los ojos con tristeza y casi con
lástima le dijo:
-No me digas que vos
estuviste cargando esa culpa todos estos años y sufriendo como un loco. ¡Qué
pelotudo!, por favor… ¿Nunca preguntaste a nadie si era cierto?
Carlitos lo miraba sorprendido, molesto,
feliz, desconcertado y ya un poco loco y solo atinó a decir:
-¿Quién carajo sería
el que se ahorcó?
De Rolando José Di Lorenzo - de "Los chicos del barrio sur"
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