CHICHO Cuento que integra el libro EL MARTILLO DE JOSÉ.


CHICHO                

     Chicho no tenía idea de lo que me había pedido. Quizá era el día más frío del año                                                                                                                                                
Además, lloviznaba y caía agua nieve, con un fuerte viento del sudoeste.    Era una cosa de locos andar por la calle con ese clima. La temperatura seguramente era menos de  cuatro o cinco grados.  Sobre todo para  mí, que tenía un estado gripal muy fuerte. Desde el día anterior  me sentía mal, con dolores de cabeza, garganta, oídos; con los ojos llorosos y el goteo de la nariz, que me tenía loco.  En fin, un cuadro perfecto de  gripe, por eso  le dije: “¿Estás seguro de que es tan importante?  Mirá que me siento muy mal, Chicho.  Ahora estoy en cama, no sé si mañana podré ir a verte”. Pero él insistió y creo que hasta me dijo que era una cuestión de vida o muerte.   Yo lo conocía desde hacía mucho tiempo y sabía cómo se manejaba: era un triste y exagerado. Pero me tenía por su gran amigo, lo escuché y me pareció que esta vez, estaba en un verdadero problema, no sé, quizá presentí algo malo, pero no lo pensé más y decidí ir al día siguiente.
Chicho estaba lleno de problemas y por donde miraras tenía conflictos. Era ya un tipo grande, pero no había aprendido mucho de la vida. Había tenido una niñez de primera, una adolescencia con buen colegio, tenía los  estudios terminados y no le habían faltado ni  novias ni  amigos. Pero después de casarse, la cosa comenzó a cambiar. A veces, la vida va armando un tejido a tú alrededor que no lo ves con claridad y para cuando lo notás, ya es tarde: estás atrapado, metido dentro de una red pegajosa, como una mosca en la tela de araña.            Desde  entonces, Chicho comenzó a cambiar. Los que lo conocíamos de antes, lo notamos. Yo trabajaba con él en el banco, desde hacía mucho tiempo y solía escuchar calladamente sus lamentos y quejas por su vida, eso lo fue acercando a mí, hasta el punto de considerarme su mejor amigo y me lo decía a menudo.  No era recíproco el asunto, pero no me hacía mal y a él le daba una alegría. Aquellas charlas, se daban generalmente en el bar cercano a la oficina, al mediodía, mientras comíamos algo. Así fui conociendo la vida de Chicho. En realidad, siempre he sido un receptor de historias, de amigos y de conocidos, aunque nunca supe si sirvió de algo que me las contaran. 

Luego de un tiempo, se fue del banco y ya el contacto se hizo más espaciado, al no vernos todos los días, me fui olvidando poco a poco de las palabras, de las historias. Sin embargo, él me llamaba de vez en cuando por teléfono, charlábamos un rato o nos encontrábamos en el centro de manera  casual.
El viento frío seguía golpeándome la cara  a pesar de estar envuelto en una bufanda de lana tejida a mano por mi abuela. Sí, aunque parezca mentira, era una hermosa bufanda de color canela, pero me molestaba para respirar, por eso la bajaba y de esa forma el viento se me metía adentro de la nariz y la boca y era peor aún.  El cielo estaba oscuro y solo eran las 10 de la mañana. Yo Caminaba hacia la casa de Chicho, pero faltaban todavía unas cuadras y la llovizna ya se estaba transformando en lluvia.     Iba pegado a las paredes buscando la protección de algún alero y, en esos momentos, lo reputeaba en todos los idiomas al pobre tipo que me había hecho salir de casa con esa mañana de perros. En realidad, también era mi culpa,  por la estupidez de haberle hecho caso. Lo que todavía no entendía, era aquello de que si estaba ante un caso de vida o muerte: ¿por qué me había citado para hoy, o sea, al día siguiente del grave problema que lo acuciaba? Ya faltaba solo una cuadra para llegar y todavía trataba de entender sus palabras de ayer,  en el teléfono: “Te necesito, por favor vení a hablar conmigo”. Y
cuando le contesté que me sentía mal, fue cuando me dijo: “Esta bien, vení mañana, por la mañana si podés, pero vení”. Indudablemente, era algo grave, aunque no tan urgente.          ¡Pobre Chicho! Me tenía preparada una taza de té bien caliente con miel y limón que luego de los saludos, sacarme el sobretodo, la bufanda y la gorra, me la tomé sentado a la pequeña mesita que tenía en la cocina del departamento. Al mismo tiempo, él se tomaba otro té porque estaba igual o peor que yo. Por lo que vi, estaba peor, porque esas lágrimas que tenía en los ojos no eran por el resfrío. El tipo estaba llorando, apretaba la taza tanto que creí que la rompería y también le temblaban las manos. 

 - Che, viejo, decime qué te pasa – le pregunté intrigado, ya reconfortado por los primeros tragos del té.
 - Ayer. Todo fue ayer, cuando te llamé. Recién pasaba – hablaba con la cabeza baja, mirando dentro de su taza, como si quisiera encontrar allí dentro la respuesta a su problema – Pude salir del agua y al instante un tipo que me vio y quería ayudarme, me prestó su celular y te llamé, todavía estaba allí.
 - Así no me decís nada, Chicho, ¿De qué agua me hablás? ¿Por qué te ayudaban? Contame despacio lo que pasó – le pedí con firmeza porque no entendía nada.
Dejó la taza en la mesa, se aflojó un poco y mirándome con cara de perro apaleado, me contó la última parte de su historia, que todavía yo no conocía. Me confesó que el amor que sentían con Silvia estaba llegando a su fin, pero no lo podía entender y no solo eso, no lo aceptaba, ni lo aceptaría aunque lo entendiera. Esa mujer era la suya, era la que estaba destinada a él, no podía ser de otra manera, pero, al parecer  ella no creía lo mismo. No  lo engañaba con otro. Lo que sentía y sufría ella, era por lo que no tenían, pero esto no era algo tan simple, como tener ropa o  joyas. No. Lo que ella no podía soportar era la falta de un hijo. Habían hecho estudios, tratamientos, pero todo en vano y él se sentía  culpable. Al principio lo habían dejado pasar y lo disimularon con otras cosas agradables. Sin embargo, la vida y el tiempo, a veces son terribles y juegan con uno “como juega el gato maula con el mísero ratón”, como dice el tango, y, a la vuelta de cada esquina, se encontraban con la ausencia, esa ausencia, la ausencia de quien no había estado nunca.
Ella se cansó de sufrir a su lado y aunque tuviera que sufrir sola, se fue. Se fue de allí y  se fue de él, sin decir mucho o sin decir nada y el pobre tipo se quedó clavado en el piso, sin saber siquiera  hacia dónde ir, sin saber si se podía vivir así. Los primeros días la llamaba, la buscaba, hasta que le dijeron que se había ido de la ciudad y que había vuelto al lugar de partida, que era lejos. Chicho llegó a la conclusión, de que por algo sería que el destino lo trataba así y entonces la dejó de llamar, la dejó de buscar y trató de cerrar el caso. 

 Pero nada es fácil. En un fallido intento  trató de hacer girar hacia atrás el gran reloj, de retroceder en el tiempo, que lo llevaría a la época en la que había sido feliz. De la misma forma que nada queda atrás y nada hay adelante, se volvió a quedar clavado en el presente. Entonces, con la cara desencajada, me contó: “No aguanté más y ayer al mediodía, caminé hacia el puente, me metí en la pasarela y cuando estaba llegando al medio del río, me tomé de la baranda y comencé a inclinarme para tirarme, aunque, en ese mismo instante, me arrepentí. Los fierros estaban mojados por la lluvia, no me podía sostener y caí. Lo único que pensaba, era en tratar de caer parado, no sé si eso fue bueno o no, pero entré en el agua, comencé a bracear desesperado y salí. Sentí una vergüenza terrible: estaba mojado, embarrado, llorando como un boludo, no sabía qué hacer”.     
A todo esto ya nos habíamos consumido  los pañuelos descartables y habíamos puesto sobre la mesa el rollo de papel de cocina,  como también una segunda ronda de té. Yo lo miraba asombrado por el relato. No podía creer que hubiera hecho eso y al rato me hubiera  llamado por teléfono y que  tan  naturalmente me hubiera contestado que lo viera al día siguiente, cuando le dije que no podía ir. Todo eso  había ocurrido el día anterior,  ayer, que era cuando el tipo me hubiera necesitado, era ayer, cuando hubiera tenido que estar a su lado. Desconcertado, atiné a decirle:
 - ¿Por qué no me dijiste esto, o algo de esto, como para obligarme a venir?
Me miró asombrado.
 - No, hubiera sido molestarte demasiado… Total, ya había pasado el peor momento – Tenía semejante cara de bueno en ese momento, que me dio ganas de pegarle una piña.
 - ¿Y ahora, estás mejor? –
¡Qué pregunta boluda le estaba haciendo!  Pero no me salía otra cosa.
 -¡Que sé yo!... Igual sigo sin saber qué hacer, estoy como anestesiado, recién estoy hablando con alguien luego de lo que hice, con vos, ahora.
Odio los consejos, nunca supe aconsejar a nadie, porque no creo en ellos, creo en los ejemplos, pero en estos casos, ¿qué ejemplo le serviría a Chicho? Decirle que mirara mi vida, que era ¿mejor que la suya?,  que esas cosas ¿no se hacen? 

Cuando las cosas son tan graves, que querés terminar con la vida, ¿existen palabras que sirvan? ¿Se puede decir “sana, sana, colita de rana”?  Todo me parecía ridículo; estas cosas me daban vueltas en la cabeza y lo miraba a Chicho como pidiéndole perdón por mi poca sabiduría, perdón por no saber yo tampoco, como él, qué hacer en esos momentos.             Entonces, solo me limité a acompañarlo a pasar ese trago amargo. Nos pasamos largo rato charlando sobre el tema y otros, hasta que se fue distendiendo él y el ambiente. Por mi parte, a cada momento me sentía peor por mi resfrío.  A media tarde, me abrigué y me fui a casa. Ya era insoportable el viento húmedo y frío.
Una tarde de verano, estaba en un bar, tomando una cerveza y mirando el mar, cuando sentí que me tocaban la espalda, me di vuelta  y allí estaba Chicho. En ese momento no supe cuánto tiempo había pasado desde la última vez que nos habíamos visto, pero hacía mucho. Es más, se lo veía cambiado, tenía en la cara una sonrisa amplia y una mirada feliz.  La llamada en el hombro se había transformado ya, en un apretón de manos y no decía nada, solo sonreía.  Se sentó a mi lado, se pidió una cerveza y nos pusimos a charlar y me hablaba sobre lo agradecido que estaba conmigo. Sí, agradecido por lo de aquella tarde lejana de invierno,  entre estornudos y accesos de tos, me había  contado lo que le había pasado y  sobre la delicadeza que yo había tenido, al escuchar su drama y darle el apoyo que él necesitaba para continuar con su vida. Chicho, me estaba diciendo que yo lo había ayudado y mucho ¿Cuándo lo había hecho?   ¿Aquella tarde?  Yo recuerdo, que lo escuchaba asombrado y que no tenía palabras para aconsejarlo, ni para darle ánimo, pero solamente eso, le había servido. Era increíble. Además, siguió contándome que un tiempo después, se había ido de la ciudad y ya en otro lugar, lejos, había encontrado una mujer encantadora, que lo había apoyado muchísimo y  luego se había convertido en su esposa.
 - Y, no sabés: ¡Quedó embarazada! Sí, mi querido amigo… ¡soy padre al fin!  Luego de todo aquel viejo drama, que casi me cuesta la vida y ahora me siento muy feliz
 - ¡Que alegría Chicho!  

 Yo siempre tan explícito con mis comentarios, no sabía qué decirle tampoco en ese momento.
 - ¡Qué bueno verte feliz!
 - Vos tuviste mucho que ver en todo esto – me dijo poniéndome la mano en el hombro, y siguió:
 -  Por eso me dije: En cuanto pueda, me voy hasta la casa de mi amigo, le cuento todo y le agradezco como corresponde.
Lo miraba, escuchaba sus palabras y me maravillaba.  No solamente por ver cómo la vida de Chicho había cambiado, sino por el agradecimiento que me estaba dando, por no haber hecho nada y, también, por la escasa memoria que conservaba de aquella tarde.  Pero, lo que más me asombraba, era ver con qué poco le pude hacer bien y sin darme cuenta. Charlamos un rato más y luego se fue. Ya no lo volví a ver. Sin embargo, no me puedo olvidar de él y su agradecimiento, porque a mí también mi hizo mucho bien.


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