EL ZAPATO DE PILÍN
EL ZAPATO DE PILÍN
Pilín todos los domingos a la mañana, salía
con su papa a pescar, en el río que pasaba cerca de su casa. No era ese un
lugar de pesca abundante, pero lo suficiente. A Alfredo, el papa de Pilín, lo
que más le gustaba era estar al lado de su hijo y a este le pasaba lo mismo.
Aunque todo pescado era bien venido, porque aliviaba la economía familiar, que
en esos días estaba bastante mal. Alfredo trabajaba desde hacía muchos años en
el mismo lugar, una fábrica de tejidos, pero la paga era cada día más baja. La
economía regional y local, ayudaba a eso y los patrones no veían mejor
oportunidad que recurrir a esas excusas para no aumentar los sueldos. La vieja
historia del hombre pobre. Por eso, las
mañanas de los domingos eran tan queridas por ambos, los acercaba y así mas
juntos se sentía apoyados y confortados.
Ese
domingo Las zapatillas de Pilín estaban recién lavadas por su mama y además
destinadas para la escuela. Entonces decidieron que igual saldrían hacia el
rio, pero con los zapatos de salir, unos viejos mocasines de color marrón
rojizo. Ambos zapatos tenían la suela agujereada. Alfredo, para solucionar
aunque sea a medias, el problema, les había puesto por dentro, unas gruesas
plantillas de cartón, que también ayudaban a mantener calentitos los pies de
Pilín. Los zapatos de Alfredo también
estaban en el límite de su vida útil. Habían recibido dos veces las medias
suelas y ya el zapatero, le había dicho que no aguantaban otro arreglo. Él
también tenía en ellos, las plantillas de cartón. Caminaban juntos hacia su
lugar en la ribera del río.
Cuando llegaron comenzaron a preparar los
aparejos que llevaban, se sentaron uno al lado del otro. Se sintieron bien así,
juntos casi tocándose. Al rato y ya con
las líneas lanzadas, Pilín se levantó y comenzó a caminar hacia la orilla. El
río estaba muy retirado y había dejado una extensión de barro pegajoso. Y
jugando un imaginario partido de futbol con una piedrita, lanzó una patada y el
zapato se escapó de su pie, hizo una cabriola en el aire y fue a parar a la
orilla barrosa, resbaló lentamente y se detuvo en el borde del agua. Con la
boca abierta y los ojos desorbitados, Pilín miró asustado a su padre. No podía
decir nada, no le salían palabras. Alfredo,
que había visto el movimiento grotesco del zapato girando en el aire y cayendo
luego al rio, se levantó rápidamente. Miró a su hijo, que ya lagrimeaba
inmóvil, mirando su mocasín marrón, hundiéndose lentamente en el agua. Entonces con toda serenidad, se sentó en una
piedra cercana, se sacó sus zapatos y medias, se arremangó los pantalones y con
sumo cuidado avanzó por el barro grisáceo, tratando de evitar una caída que le
arruinara la ropa. Cuando estuvo al lado del rebelde zapato, se agachó
lentamente y lo rescató de su terrible situación. Retrocedió de la misma forma en que había
entrado. Cuando hubo llegado, dejó el zapato en piso seguro y tomó entre sus
manos la carita de Pilín, mojada por las lágrimas y lo abrazó fuertemente, no
fue necesario que ninguno dijera nada. Más
tarde cuando sus zapatos y medias se secaron y luego de limpiar cuidadosamente sus
pies embarrados en el pasto tierno, se calzaron. Juntaron las cosas de pesca y
ambos miraron en el balde con agua que traían con la ilusión de llenarlo, al
solitario bagre que aún daba vueltas dentro de él. Alfredo con el
consentimiento silencioso de Pilín, volcó el balde con todo su contenido en el
rio y el pez rápidamente desapareció entre las aguas. Esa noche cenarían fideos
o polenta. Los dos rieron al unísono, se
tomaron de la mano y caminaron hacia su casa. Otro domingo a la mañana había
marcado sus vidas para siempre.
De: Rolando José Di Lorenzo
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