PESCANDO CON NICO
PESCANDO
CON NICO
Llegamos temprano al muelle, había poca gente. Un
viejo solitario en la punta y una pareja joven, a la que no le interesaba la
pesca, sentados sobre el lado derecho.
Sacamos las cosas de la bolsa, acomodamos todo a nuestro alrededor y nos
sentamos, para preparar las líneas. Miraba de reojo a Nico, se lo veía muy
interesado y concentrado en la preparación, pero seguía con su rostro triste. Era
un chico muy callado y algo introvertido, pero de a poco había logrado llegar a
él, teníamos una buena relación. Nos
pusimos de pie, para lanzar las líneas, lo hicimos con buen resultado y nos
sentamos a esperar. Eso es lo que hace un pescador, hacer las cosas bien,
esperar y tener fe.
-Si querés, mientras esperamos el pique, te puedo
contar un extraño cuento, que me contó mi abuelo, hace más de sesenta años-
Luego de decir esto lo miré rápidamente y vi que antes de decirme que sí, hacia
un movimiento afirmativo con la cabeza y me miraba con interés.
-Mi abuelo, cuando comenzó el cuento, me aclaró que
a él, a su vez, se lo había contado su abuelo y que por trasmitirse de abuelo a
nieto, es que aún sigue siendo un cuento mágico- Me detuve unos instantes para
mirarlo y le vi una sonrisa socarrona.
- Si no querés que siga decímelo, yo me voy a
ofender por eso –le tiré como al pasar, haciéndome el interesante. Pero Nico me
dijo enseguida que siguiera, que era todo oídos y que le encantaban los
cuentos, sobre todo si eran mágicos. Me di cuenta que el pibe me estaba
sobrando, pero con buena onda. Sonreímos juntos y le metí con la historia:
“Hace muchísimo, andaba por aquí, entre el mar y el
rio, entre la playa y el puerto, entre el sol y las nubes, un pibe, con carita
triste que caminaba apesadumbrado, como agobiado por mil problemas, siempre con
la cabeza gacha, buscando la suerte en la arena, justo allí donde no se
encuentra. Como miraba muy poco hacia los lados, se perdía de ver las cosas que
le mostraba la vida a cada paso. Y como nunca miraba hacia arriba, no veía ni el
sol, ni la luna, ni las estrellas, que son el mejor de los regalos. Buscaba
solo los caminos y así, poco se puede encontrar. Revisaba todos los rincones
oscuros y secretos, pero allí precisamente, que es donde se esconden las cosas
deseadas, hay que buscar con una luz
fuerte y no en tinieblas. Como no quería dar su brazo a torcer y creyendo, lo
que algún oscuro personaje le habría dicho: “que todo hay que hacerlo solo y
que únicamente las cosas que se consiguen por las tuyas son las que valen”
siguió insistiendo, siguió buscando su destino en soledad. Y como si todo fuera parte de un juego,
siguió buscando. Recorrió caminos, trepó
cuestas, cruzó ríos, nadó mares, abrió en vano puertas y ventanas. Buscó el cofre del tesoro debajo del Arco
Iris y no lo halló. Se abrió ante su
atónita mirada, la Caja de Pandora y estaba vacía y entonces, ya nada le
quedó. Un día, muy cansado, se sentó en la arena
mirando hacia el mar y en silencio dos lagrimas cayeron de sus ojos, corrieron
por las mejillas y cuando cayeron a la arena, hicieron como un espejo, un
diminuto espejo que comenzó a brillar, un mínimo espejo donde todo se podía
ver, un lugar donde todo estaba. Comenzó a mirar allí maravillado y el mundo se
abrió a sus ojos. Y vio a los hombres primitivos, cuando juntos salían a cazar
mamut. Vio a los mercaderes primeros, que inventaron los barcos y recorrían
puertos, vio a los miles de egipcios que construían las pirámides y a los
babilonios, haciendo los jardines colgantes para su rey. También pasaron ante
sus ojos las grandes guerras, con los batallones de soldados caminando hacia la
muerte y vio a los desterrados y a las víctimas de terremotos y huracanes y a
los muertos por el terrorismo y la guerrilla.
Y vio a las multitudes alegres de las fiestas religiosas o paganas, donde
juntos los hombres bailaban y cantaban. Y al cabo de unos segundos el mágico
espejo se fue apagando, y todo se perdió en la arena. El chico sintió una gran
desolación y se dio cuenta que era porque estaba solo. Había visto a los hombres de todos las partes
del mundo y de todas las épocas, reír y llorar, vivir y morir, cantar y bailar,
pero siempre juntos y así habían alcanzado el éxito, o habían caído en el
fracaso. Había visto la humanidad.
Pensativo y aun dudando, se levantó y comenzó a caminar, pero probando
de mirar hacia todos lados y se sorprendió de ver a la gente que pasaba, muchos
riendo, otros serios y preocupados. Gente que iban y venían cargando sus
problemas y alegrías. Y miró hacia arriba y el Sol lo hizo llorar por su fuerte
luz y más tarde miró asombrado a la Luna y también lloró, pero de emoción, al
ver como danzaba con miles de estrellas a su alrededor, en una coreografía
fantástica. Y llegó a su casa y también lloró de alegría, al estar allí en su
lugar y con los suyos”.
Lentamente di vuelta la cabeza y lo miré a Nico, no
me miraba, estaba pensativo fijando su vista en el agua del rio, fue entonces
cuando levantó la cabeza y con una mirada intrigante me preguntó:
-¿Todo esto fue por mí? – Y se quedó esperando mi
respuesta esclarecedora
-No, solo recordé el cuento que me hizo mi abuelo,
pero seguramente él me lo contó cuando vio en mí, la misma cara triste que yo veo
en vos. Y a mí me hizo bien, porque es una historia mágica-. Una amplia sonrisa
ocupo la cara de Nico y por un instante vi allí el mínimo espejo donde está
todo.
En ese
momentos, los dos corchitos de cabeza rojas, se hundieron en el agua dos veces,
dando la noticia de que habían picado los peces. Nos miramos sonriendo y
sentimos al unísono que algo más nos unía ahora. La magia estaba allí.
De: Rolando José Di Lorenzo
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