LA ORTOPÉDICA
“LA ORTOPÉDICA”
--La pata… Negro, la pata… -gritó el Flaco señalando hacia el mar.
-¿Qué pata? ¿De qué hablás? –respondió sorprendido el Negro.
-La ortopédica del Pedro, loco… se la lleva la ola.
-Ya está... yo voy, yo voy –gritó Juan, que había visto cómo la última
ola llevaba la pierna ortopédica de Pedro hacia adentro.
Cuando Juan volvió al grupo con la pierna en la mano,
sacudiéndola para sacarle el agua, decía protestando:
-Con lo que la cuida Pedro… somos unos boludos.
- Y bueno, él se fue a nadar y la dejó, ¿no? ¡Qué joder! –decía sacándose
la culpa de encima el Negro.
Estos dos, el Flaco y el Negro,
se levantaron y se encaminaron hacia el agua. El mar estaba hermoso, pocas olas
y se estaba calmando, luego de la última sudestada.
Entonces, yo, que era nuevo allí,
lo miré a mi primo Juan, que parecía el más conocedor del tema y además se
había sentado en la arena a mi lado. Le pregunté qué pasaba con eso de la
pierna y Juan me contestó:
-Lo que pasa es que a Pedro le encanta nadar, y lo hace muy bien, pero
cuida tanto “la ortopédica”, como le decimos todos acá para joderlo y reírnos
juntos de la desgracia que tiene. No la usa para meterse en el mar, pero mirá,
igual se le mojó –me explicó Juan.
-¿Este muchacho es el que cuida de los baños del balneario, no? –le
pregunté intrigado.
-Sí, pero cuando cambia de turno se viene con nosotros a la orilla y nos
divertimos un rato, nadamos, mateamos, lo de siempre. –Y siguió Juan con el
tema-: Claro, vos no sabes nada de Pedro ¿no?
-No, lo vi en los baños, pero nada más, ¿que pasa con él?
-Si querés te cuento, es medio largo, pero mejor, lo dejamos para esta noche, luego de cenar, ¿no te parece?
Llegué ese lunes de la última
semana de febrero a la casa de mi tío Alfredo, el padre de Juan, que me había
invitado junto a mis padres a pasar unos días en la costa.
Dejamos la playa y caminamos
hacia la casa de Juan, una casita chica, pero muy linda. Tenía un patio enorme
y al fondo una habitación con baño y un gran quincho. A medida que nos
acercábamos, sentíamos el olor del asado que estaba preparando el tío. Cuando
pasamos al patio, el olor ya delataba a los crujientes chinchulines y a los
dorados chorizos. Mis viejos estaban sentados junto con los tíos charlando y
riendo de sus cosas. Luego de la cena,
habíamos comido tanto que no nos quedaban ganas de salir, entonces me acordé
del cuento de Juan y le dije:
- ¿por qué no seguís con la historia de tu amigo Pedro, que me interesa
mucho? No sé por qué, pero me intriga el tema.
-Te cuento -dijo Juan y comenzó Pedro nació en cuna de oro, pero un día
se renegó de su familia, se rajó y vino a parar acá, ni él sabe cómo.
-Mirá vos -le dije interesado–, ¿es de familia de plata?
-¿Te digo cómo se llama? Pedro Juan Hernández Valdemar. ¿Viste esos
transportes de mercaderías que andan por todos lados, aquí y en Brasil?
Y siguió con el cuento:
-Ellos son de Buenos Aires. De chico, jugando en un paso a nivel con
otros amigos, tuvo un accidente con el tren y le cortó la pierna, o algo así.
La cosa es que estuvo a la muerte, pero viste vos, en la Capital y con plata,
casi todo se arregla. Gracias a Dios, zafó y le pusieron la prótesis, que luego
él mismo nos acostumbró a llamarla: “la ortopédica”.
Juan estimulado por mi cara de sorprendido e interesado, siguió hablando:
-Después, el viejo lo quiso meter en escuelas especiales, no lo dejaban
caminar solo. Le compraron una silla motorizada, en fin, la cosa es que nada de
esto le gustó a Pedro y cuando llegó a la mayoría de edad, se fue al carajo. Además,
los hermanos mayores no le daban bola, según él mismo me ha contado, se
avergonzaban de él. Una vez que se fue de la casa, no lo buscó nadie, ninguno
de su familia se preocupó por saber por dónde andaba.
-¡Qué macana!, pobre tipo, ¿por eso vino a parar aquí?
-Sí, luego se hizo amigo del dueño del balneario y éste le tiró un
laburo (el de los baños) y además lo deja dormir en un departamentito que hay
allí, junto con el viejo que cuida a la noche.
-Bueno, algo es algo –comenté rápidamente-, pero seguí seguí:
-Sí, pero nada de esto es para Pedro, es un tipo muy preparado, se la
pasa leyendo libros. Fijate que lo único que se trajo de su casa fueron
libros. Tiene tres o cuatro cajas de cartón,
de esas de botellas de aceite, llenas de libros, bien acomodaditos y con lo que
gana o con las propinas se sigue comprando más.
Juan se acomodó mejor en el
sillón del living y cerveza de por medio, siguió con el relato:
-Algunos de los clientes del balneario, cuando lo conocieron -porque
está allí desde el año anterior-, también le trajeron libros de regalo y lo
siguen haciendo y eso, a él, le encanta.
Yo seguía interesado en el caso
y preguntando cosas sobre el mismo y esto lo siguió estimulando a Juan, para
seguir hablando:
-Y hasta hace unos días, estaba todo bien, pero de pronto, se le
apareció de nuevo la piba de Formosa.
Una chica que viene al balneario con la familia hace años y esto le
complicó la vida.
-¿Por qué se la complicó, no es bueno acaso eso? – le tiré apresurado.
-Sí… o no… nunca se sabe, porque esta piba es ciega, se le acercó por el
tema de los libros, porque, según lo que me ha contado Pedro, ella lee mucho,
por el sistema ese… ese de los puntitos, que se lee con los dedos…
-El sistema Braile – respondí enseguida.
-Sí, ese, no me salía. La cosa es que se le ha pegado mucho, va a cada
rato a verlo y charlan y esto lo pone mal a Pedro.
-¿Lo pone mal porque la piba es ciega? ¿O le jode con el laburo?
-No, nada de eso, además él ya le dijo el año pasado, que tenía “la
ortopédica” y todo. A esto la mina no dio ni cinco de bola, lo pone mal, porque no sabe qué hacer, según
me ha dicho es muy linda. Aunque tiene miedo también por los padres de ella… viste
vos, son cosas jodidas, por ahí piensan que es un aprovechador o qué sé yo.
La conversación estaba cada vez
mejor, yo tenía ganas de que me siguiera contando sobre Pedro, era una historia
interesante, pero Juan no sabía más, porque esto último había pasado ayer.
Al día siguiente, fuimos
nuevamente a la playa, nos juntamos con los muchachos, como el día anterior. Y
también con Pedro, que ya estaba nadando adentro con el Negro y otro de los
amigos. Charlamos un rato y comenzamos un picado entre todos los que estábamos
por allí. Al rato vi que los muchachos ya salían del agua y entre ellos venía
saltando en una pata, apoyado en los hombros de sus amigos, Pedro.
Lo vi llegar y noté que era
entre ellos como una especie de ídolo.
También a mí me impresionó su porte, era un tipo imponente, no se te
daba por pensar que era un disminuido ni mucho menos. Al rato, vi que estaba
sentado al lado de Juan y conversaban seriamente. Entre que el picado me tenía
aburrido (íbamos perdiendo 10 o 12 a 0) y lo que me interesaba era la historia
de Pedro. Me fui desentendiendo del juego y terminé en el agua con un chapuzón
rápido, porque estaba helada.
Cuando salí del agua, me fui
acercando a ellos, entonces Juan nos presentó. Seguimos todos charlando un rato
más en la playa, estaba muy lindo, era un buen día de verano, el cielo
despejado y el mar calmo. Febrero se estaba portando bien con los
últimos turistas.
Yo tenía una intriga tremenda,
así que a la noche, luego de la cena y antes de salir a bailar o a tomar unos
tragos con Juan, le pedí que me actualizara la historia.
-No sé qué va a pasar, pobre
Pedro, está complicadísimo, mirá lo que me dijo: “Creo que le voy a seguir la
corriente, la voy a acompañar en todo lo que me pida, porque ella lo quiere y
se lo merece”. Entonces le dije que la cosa no era así, que tenía que pensar
también en él, no solamente conformarla a ella. Pero me parece que no hay caso,
no lo quiere entender.
-¿A vos te parece que lo hace por lástima? –le pregunté.
-Yo creo que sí, es como que tiene ganas de sacrificarse por algo o por
alguien, se siente reconocido y querido por ella, ¿te das cuenta? Y eso le
basta.
- Pobre tipo, eso me parece que no tiene futuro, pero por otro lado,
seguramente algo debe sentir por ella, sino no lo haría.
-Sí, puede ser, pero no me lo dice, o no lo tiene claro, no sé.
Entonces mirando casi al
unísono la hora, dijimos: “Che larguemos con esto y vamos al boliche, que nos
perderemos todo”.
Así lo hicimos, igualmente
llegamos temprano, había poca gente y al rato de estar en el boliche, con Juan
nos quedamos helados: en el medio de la pequeña pista de baile, que todavía
estaba transitable, Pedro y la cieguita…y bailando, sí, como podían, pero
bailando.
Yo me emocioné. Creo que también
a Juan le pasó lo mismo, alrededor de ellos los muchachos y chicas hacían una
rueda, cantando el tema de moda. Ellos en el centro de la escena con una cara
de total felicidad, sobre todo la piba.
Cuando terminó la música,
salieron del medio de la pista y se dirigieron a la barra. Él la llevaba con todo el cuidado y con toda
devoción. Al rato se comenzó a llenar de gente y cuando volvimos a mirar para
encontrarlos, no los vimos más. Seguramente ya no tenían lugar en esa locura
danzante.
A la mañana siguiente, fuimos a
la playa como de costumbre. Notamos que
Pedro no estaba en los baños: “Qué raro”, pensamos y dijimos los dos: “Nunca
faltaba al trabajo”, volvimos al rato y tampoco lo encontramos. Dimos una
vuelta por el balneario y no vimos a la piba ni a su familia. Todo resultaba muy raro, pero seguimos con el
día de vacaciones.
Cuando llegamos de regreso de
la playa a la casa de Juan, metido en la reja de la entrada, vimos un papel
enrollado. Juan me miró y ambos pensamos lo mismo: “Una nota de Pedro”. La
sacamos de su lugar y la leímos:
“Querido Juan, cortito el tema, ayer me vino a buscar el padre de Susi y
me pidió que me fuera con ellos a Formosa, que me necesitaba para su
aserradero, como su hombre de confianza, papeles y esas cosas. A mí me pareció
buena la propuesta, pero sobre todo por seguirla a ella, se lo merece. No me
atreví a ver a ninguno de ustedes, pero te encargo a vos, mi mejor amigo, que
se lo cuentes a los demás muchachos, en cuanto pueda, me comunico. Gracias por todo amigo, un abrazo”.
Nos quedamos callados,
pensativos. Juan tocado por las palabras de su amigo, luego nos miramos y
dijimos más o menos: “En una de esas, esto es bueno”.
Pasó el tiempo, seguimos
relacionándonos con Juan, aunque ya no iba a la playa todos los veranos. No
hace mucho, volví al final a la casa de Juan. Él mismo me había invitado, ya no
estaban los viejos, el tiempo pasa y arrasa con todo, lo querido y lo no
querido, vamos perdiendo cosas y afectos en ese viaje sin retorno y ya la
felicidad y la alegría no es total, como lo era en otros tiempos.
Salía yo de la casa, cuando vi
pasar por la esquina a un tipo flaco y alto, que caminaba arrastrando la pierna
izquierda, con mal aspecto. Pero el solo verlo me impresionó, me volvió a un
pasado de varios años, no sé cuántos, pero muchos, ¿sería posible que fuera
Pedro? Me volví a la casa, porque aún Juan no había salido hacia su oficina, lo
encontré en el pasillo y cuando me miró, me dijo:
-Sí, ya sé, lo viste, me imagino por tu cara –con un tono triste en su
voz Juan, me confirmaba la visión.
-Pero ¿qué le pasó? ¡Esta hecho mierda! –le dije con gran pena y asombro.
-Hace ya mucho que volvió, acompañame a la oficina y te cuento –me dijo
mientras abría el auto y nos metíamos adentro y en el viaje me dijo:
-No cuenta casi nada, yo lo encaré varias veces, pero es durísimo, está
triste todo el tiempo y cuando habla algo de su pasado, se le llenan los ojos
de lágrimas y se calla, entonces no le sacás nada más.
-Seguro que vos sabés algo, ¿no? –lo encaré apresurado, justo cuando
llegábamos al estacionamiento de su oficina. Nos dirigimos hacia ella y entramos
por la parte de atrás, que daba justo a su privado. Una vez allí nos sentamos
frente a frente en su escritorio y me siguió contando:
-Un solo día me habló, hace mucho, le dolía tanto el alma -me dijo- que
ese día me contó, que cuando llegaron a Formosa, el viejo lo metió enseguida en
su empresa. Todo comenzó a andar bien por ese lado, pero la chica, de un día
para el otro, se enganchó con otro tipo,
que había su primer novio y al toque, en cuestión de días, lo dejó
plantado.
-No lo puedo creer –contesté con cara de que no me cabía el asombro y
seguí-: Ella se lo llevó, ¿cómo pudo hacerle eso?
Juan, cortó de golpe con el tema y me preguntó:
-¿Tenés ganas de tomar un café?
Ante mi consentimiento, llamó por el interno a su secretaria. Me imaginé inmediatamente una bomba rubia, en
minifaldas y le pidió los dos cafés.
Cuando se abrió la puerta y entró una señora mayor, muy alta y flaca,
que con toda amabilidad nos dejó los cafés en el escritorio. Me quedé
desconcertado, entonces mi amigo me dijo:
-Te presento a Amalia. Era una gran amiga de mi madre y está conmigo
desde hace años. Amalia, él es mi primo -le dijo a modo de presentación. Luego de los saludos, la señora volvió a
abrir la puerta y antes de desaparecer por ella, entró un fuerte olor a
insecticida, que me hizo estornudar varias veces. Se notaba que doña Amalia
odiaba a las moscas. Juan siguió con
la historia pendiente:
-¿Cómo pudo hacerle eso, me decís?, no lo sé, pero lo hizo, así me lo contó aquel
día Pedro. Estábamos sentados uno frente a otro, así como estamos vos y yo
ahora, el tipo endureció sus facciones y mirando lejos, me dijo: “La noche que
me enteré de lo que sucedía, corrí hacia ella. La tomé con fuerza y de pronto
vi horrorizado, que tenía su cuello en mis manos, sin saber qué hacer. Ella no
estaba asustada, dirigía sus ojos vacíos hacia mí y no decía palabra. Aflojo los brazos, los dejo caer a su lado y
parecía en mis manos como una marioneta sin hilos: flácida, entregada a mí, o a
su destino”. Entonces, siguió diciendo
Juan:
-“Mirándome con los ojos abiertos como los de un loco”, me decía, casi
me gritaba: “Yo, yo destino de ella, yo que había sido su juez, podía ser en
esos momentos su verdugo. Yo, así como
me ves, el rengo, el de “la ortopédica” podía ser una especie de Dios que
decidiera sobre su vida o su muerte”.
Según me dijo Juan, yo estaba
tan aterrorizado como había estado él, aquel día en que Pedro le contaba su
pasado. Luego y con la gravedad del caso, Juan siguió con el relato de Pedro:
“Estaba en un momento en que no
veía ni escuchaba nada, ella casi caída sobre mis rodillas. Esperando que
terminara de apretar mis manos en su cuello, que la dejara tendida sin vida a
mis pies, esperando ser castigada por su traición. Yo con mi cabeza invadida
por un tornado, que todo lo revolvía y destruía, que me traía recuerdos y me
los arrebataba al instante”.
Juan encarnizado con el relato,
seguía con sus manos los movimientos que imaginaba que había hecho Pedro y yo
metido en la historia, le miraba las manos, como si hubieran sido realmente las
ejecutoras de aquella acción. En eso, Juan enterneciendo su voz dijo, siguiendo
el relato de Pedro:
“Fue entonces cuando escuché
una voz temblorosa, temerosa, que me decía suavemente: ´Dejala, Pedro, no la
lastimes, mirala cómo está, entregada a tus manos, a su destino, a su castigo.
Dejala vivir, que yo la amo con toda mi
vida´. Me di vuelta y allí lo vi al novio, al hombre
con el cual me había traicionado, que terminaba de arrodillarse a mi lado y con
las manos juntas, como rezando, me pedía clemencia: ´Dejamela, Pedro, no me la
mates´, seguía diciendo el tipo que me había robado su amor con total
desparpajo. Entonces lo miré fijamente,
dejé el cuello de Susi y esta cayó a mis pies. Cuando fui a descargar mi furia
con el tipo que rogaba arrodillado, vi horrorizado que también era ciego, me
quedé congelado, no pude decir, ni hacer nada, pasaban los segundos y ninguno
de los tres decía palabra ni movía un músculo”.
La escena, le había dicho
Pedro, era digna de una tragedia griega: él de pie, agigantado, con las manos
extendidas y preparadas para matar; a su izquierda caída a sus pies Susi; y a
su derecha el ciego arrodillado con las manos juntas y la cabeza doblada sobre
su pecho, pidiendo clemencia para ella y exponiéndose a su furia mansamente.
Yo, en ese momento del relato,
no sabía cómo ponerme para esperar el final de la historia. Abría los ojos y
miraba anhelante a mi primo, que le metía suspenso al relato, luego de unos
instantes siguió con el relato de Pedro:
“Nunca había sentido tanta
angustia ni tanta lástima. Traté de hacer pie con firmeza y me alejé de allí,
los dejé solos con su destino, ni miré para atrás. Notaba que me costaba más que nunca caminar,
me dolía el muñón de mi pierna, “la ortopédica” me estaba lastimando la carne,
pero igual me fui y no volví nunca más”.
-¿Así terminó la historia? –me salió del alma la pregunta.
-Así me la contó él –dijo Juan con firmeza–.Y yo le creo.
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